Diario del Confinamiento | La Semana Profana
Que yo eche de menos la Semana Santa es, por lo menos, curioso. O sorprendente, pero es verdad.
Es cierto que poco me importa la celebración supuestamente religiosa de gente que ocupa la vía pública, que hace negocio de ello, se disfraza, se pega golpes de pecho, cargan con trastos a la espalda, dejan cáscaras de pipas por las aceras, colmatan las papeleras de pañales cagados, desafinan con la corneta, queman hierbas –bueno, esto se puede aceptar-, taponan tu regreso a casa…
Pero echo de menos que no pueda disfrutar de esta Semana el adolescente que fui y todos y todas los que ahora son. Fastidia la ausencia de coartada para trasnochar, para decir en casa que llegarás tarde porque “voy a ver el encierro del santo, porque a Padre Jesús debe darle el primer rayo del amanecer en Montoro, porque los gitanos encienden las antorchas y hay que verlos bajar la cuesta…”
Siento que los chicos y chicas no roneen y la luna de Nissan, la del primer brote, la del retoño, no les ilumine la frente entre los juncos del río. Todo pueblo que se precie debe ser cruzado por un río, si no, no es pueblo y la Diputación no debería reconocerlo como tal.
Para qué sirven, pues, las Diputaciones en la vertebración del estado –esta cuestión no debería estar aquí, pero se ha colado-.
Lamento la ausencia de la consagración de la primavera que esta semana no experimentará una generación de chicos y chicas con las hormonas confinadas.
Ahora son los que nosotros fuimos con un barrillo de acné en la comisura en los labios.
Lo siento de todo corazón.
0