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Por favor, cierren la Fundación

Elena Medel

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Existió Caio Titus entre ese primer hombre que suena piedra contra piedra para que nazca el fuego, y entre ese primer hombre que a la vera del Guadalquivir pronuncia Tres Culturas con la naturalidad de quien ruega sacarina. Este antiquísimo señor, el de Roma, pronunció en el senado una frases eternas gracias a los muros de Facebook: «las palabras vuelan, lo escrito permanece». También la literatura de autoayuda, desde El secreto a los cuadernillos de superación de Natura, insiste en que debemos agarrar lápiz y folio y plasmar, así, todas nuestras aspiraciones.

Ignoro si el alcalde se ha inspirado en el orador o en Paulo Coelho, pero sus propósitos del nuevo curso no se centran en aprender inglés o despejarse en el gimnasio, sino en otorgar apellidos a Córdoba que prolonguen el misterio en torno a sus objetivos. Así, la Córdoba sobre la que el alcalde escribe es competitiva, eficiente, habitable, histórica y universal, e integra, e invierte y participa, y apuesta —del crecimiento personal a la ciencia ficción— por el empleo y por la vivienda. Añorarán entre todos estos complementos uno que la ciudad pretendió abanderar durante una década, y que se ha sacudido con la misma facilidad con la que se lo adjudicó: la cultura.

La ausencia de la cultura entre esas diez prioridades choca con la carta —ah, lo escrito permanece— remitida a los patronos de la Fundación Córdoba Ciudad Cultural, conminándoles a definir su aportación para el año próximo. La Fundación supuso la unión efímera de las principales instituciones de la provincia, y de ella se celebró que, en su nombre, prescindiera de 2016 para garantizarse el futuro. Un futuro que no existe, me temo, por muchas cartas que se remitan.

No existe futuro para una Fundación que carece de sede y de personal, que carece de actividades propias, incapaz de afrontar retos nimios como la unificación de una agenda cultural —ya asumido por varias iniciativas privadas que atienden, también, a la numerosa y necesaria oferta independiente, que hoy sostiene la cultura en la ciudad—, e incapaces sus patronos de fijar una reunión, más preocupados por ceder en la fecha y mostrarse débiles frente al enemigo que por sentarse a decidir cuestiones que afectan a la ciudad. Se comprobó a propósito del documento Córdoba reinicia, un texto con errores —por supuesto—, pero que apostaba por relacionar cultura y empresa o mantener la Fundación a un coste bajísimo, propicio en tiempos de La Cosa. Más de cuatro meses desde su entrega a mediados de septiembre hasta su descarte a finales de enero. Y un texto, por cierto, que no se ha difundido. No me pregunten las razones, porque las desconozco.

La Fundación carece de futuro porque su único fruto en casi año y medio se limita a un decálogo —en respuesta, justo, a ese Córdoba reinicia— cimentado en vaguedades, que frente a la acción priorizaba discusiones bizantinas en torno al presupuesto, las normas de participación o los convenios con otras instituciones. No comprendan esto como un reproche político; no se trata de eso. Los unos y los otros y los de más allá, sin diferencias, no han creído en ella: ni en la Fundación, por supuesto, ni en la cultura, por descontado.

Impulsar a Córdoba como una ciudad en la que la cultura equivaliese a riqueza social y económica nos entretuvo durante diez años, pero cansa a quienes nunca lo entendieron así, y fingieron por no quedar mal. No han creído en la cultura ni el Ayuntamiento con su colección de fuegos artificiales y espacios vacíos, en sintonía con la herencia recibida de fuegos artificiales, también, y espacios vacíos, también; ni la Diputación, que ha difuminado toda vigencia de la Fundación Botí; ni la Junta, reticente a definir los contenidos del Espacio Andaluz de Creación Contemporánea —ese Prince de las nomenclaturas, todo por no distinguir que se sitúa en Córdoba— y elegir mediante concurso a un director que trabaje en el proyecto; ni la Universidad, que mientras presiona al resto para adquirir la Colección Citoler clausura la Sala Puertanueva.

El alcalde se compromete a apoyar la Fundación con 100.000 euros anuales, y me refiero a él porque es quien, al menos, se ha manifestado en algún sentido —el de la carta— con respecto a este ente zombi. Mantenerla no implicaría esa cantidad para cada institución participante, ni conllevaría reuniones dilatadas en el tiempo, como de familia que se odia pero finge sonrisas en el álbum, ni recaditos en los medios de comunicación: que cada una ceda a un técnico, que aprovechen como sede alguna infraestructura infrautilizada —qué entrañable pasear el Plan de Equipamientos por los concursos y exposiciones del mundo, para mantener la realidad guardadita bajo una capa de polvo—, que recuperen esa idea de Medular —la oficina de asesoramiento para creadores y emprendedores culturales, pero de asesoramiento verdadero, no como ese Proyecto Lunar que funcionó, y muy bien, hasta que la administración tomó las riendas para hundirlo— tan defendida ante el comité de selección de la Capital Europea de la Cultura, y luego evaporada con los calores del verano y los anónimos y los recursos.

Reúnanse y consensúen las excusas: que la crisis obliga, que la ideología bloquea los acuerdos. Continúen cada uno por su lado, fieles a la costumbre. Transformen sus equipamientos cerrados en el enésimo restaurante o la enésima discoteca o el enésimo imán gastado para las pernoctaciones. Dejen hacer a quienes están haciendo. La cultura les interesa, a todos —sin distinción de color político, que esto no va de eso—, en la medida en que les permite que un vagón de turistas descienda en Córdoba para pasear y cenar y dormir aquí. Para ellos la cultura es turismo y es tradición y es —una— creencia religiosa y es un proceso que nos devuelve al pasado sin Delorean. La cultura les interesa, a todos, a veces, porque les garantiza fotografías en inauguraciones que acaparan titulares durante un fin de semana, quince días a lo sumo, y cuyos efectos se olvidan tras aplaudir en la clausura. Para ellos la cultura en Córdoba significa grandes eventos, luz y sonido por las noches, pan y circo como las aceitunitas de la mesa de al lado: tan cerca, tan cerca, sin catarlas jamás.

Sin embargo, la cultura no es eso. No lo comprenden. Por favor, cierren la Fundación Córdoba Ciudad Cultural.

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