Cordobar
Asegura la leyenda —y lo mismo alguna encuesta realizada por alguna institución o compendio de despachitos con sus correspondientes silloncitos con culos calentándolos, todo/s ello/s sin otro asunto en el que ocuparse, que haberlas/os haylas/os— que una rata autóctona del Guadalquivir puede recorrer el término municipal de Cordobar saltando de barril de cerveza en barril de cerveza.
El término municipal de Cordobar incluye los barrios por los que surcan los autobuses que de Aucorsa parecen pero que a la Empresa Municipal de Transportes de Madrid pertenecieron, y también las barriadas periféricas en las que no funciona la aplicación de dicha empresa municipal para iPhone y Android, de forma que la rata autóctona del Guadalquivir inaugura su recorrido en un merendero de Cerro Muriano y lo culmina en una plaza de Villarrubia, y mientras tanto la rata autóctona del Guadalquivir ha brincado por Lope Amargo, Valchillón o la nunca suficientemente atendida pedanía de Los Cansinos, además de los puestos de caracoles repartidos a lo ancho y largo de la bendita y mencionada Cordobar, las tabernas con señores cuyo pedigrí los equipara al dinosaurio del microcuento de Monterroso y las cafeterías con ejemplares de Diario Cordobar impregnados de todas las monodosis de aceite que en el desayuno fueron.
Si ustedes dudan de la verosimilitud del hecho de que una rata autóctona del Guadalquivir salte de barril en barril y de terraza en terraza y de camarero sieso en camarero sieso —los vasos de chicos que no me entere yo que los roza—, cuando para el ejemplo de toda la vida de Dios y del Arcángel se ha mentado a una ardilla, pues es que en algo tendrá que emplear su tiempo la rata autóctona del Guadalquivir, si le han talado las especies autóctonas del Guadalquivir, y así en un bucle metafísico de pertenencia y de río del color de la mierda.
El caso: que la rata autóctona del Guadalquivir salta, y salta, y salta, y salta, y salta sin pararrrrrr. Seguro que en su calle han abierto una bocatería y que en la calle de atrás inauguran pronto un bar de cervezas baratas y aires añejos y que más allá, a distancia suficiente como para que el sagaz radar de Foursquare los detecte, en la avenida misma que va a dar a la mar que es el morir, han imitado ustedes a la rata autóctona del Guadalquivir —sin acritud, oh lectores de mi alma— y han saltado de los montaditos a las pizzitas al salmorejo y al pescaíto, todo ello sin pestañear ni mover la colita o los bigotes.
Porque en Cordobar sabemos de la vida.
En Cordobar transformamos el Centro de Recepción de Visitantes, que costó sus buenos millones de euros a usted y a usted y a usted y a su vecino y a su primo y a ese señor que en el Piedra compra galletas integrales, en un macrobar con vistas privilegiadas, sala de proyección no se sabe muy bien para qué si se monta un bar ahí, y una tienda de souvenirs que ojalá conlleven la sublimación definitiva de esa camiseta que reza, con la sabiduría de todos los veranos, Ojú qué calor: la cuestión es que el turista se informe, de entrada, así, de sopetón, nada más bajarse en Cordobar —porque si es lunes y aquí no hay ni morenos engominados ni cuestas nazaríes esto debe ser Cordobar— y preguntar por la Mezquita y por los flamenquines y por la señora del patio con su maceta y su geranio, que se informe, digo, de sobre qué trata aquí El Asunto.
La Pérgola, que podría haberse convertido en un espacio cultural en aquellos tiempos en los que La Cultura servía para que los políticos se fotografiaran sonrientes —ahora ni eso—, rescata el concurso de concesión de su limbo de años, para desbloquear una situación cuyo final huele a Cosa Gourmet O Similar, en la que la rata autóctona del Guadalquivir —¿ya la habían olvidado?— ha previsto incluir una parada en el recorrido de su Fiesta de la Espuma. Y el Mercado de la Corredera, ese walking dead de los mercados de abastos cordobarenses, con tantas posibilidades y con tan poquitas ganas de explotarlas, pinta a bar de bares con ese proyecto de traslado a San Pedro, ahí, donde nadie los vea y donde no molesten, mientras se remodela como Museo del Jamón, el Medio y el Empanado, que así juntos suenan a trío de la muerte de película de canal de la TDT.
Yo confío en una ciudad que confía su presente y su futuro a estrellas que la radio que se cogen el AVE para hacer como que preparan salmorejo, y que construye las aceras con las medidas exactas que albergarán mesas y sillas y veladores y niños sin miedo al dolor golpeándose la cabeza contra los bolardos lejos de la vista de sus padres que están con la cañita —como si de militantes de un partido político minoritario se trataran; la infancia, no los progenitores— y la alegre muchachada ejercitándose en el noble arte del selfie, y que ha asumido que las pernoctaciones se diluyeron en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Yo me siento un poco rata autóctona del Guadalquivir, con la idea muy firme de montar una plataforma para que la ciudad oficialice su nombre oficioso, y adopte uno que refleje lo que de verdad le interesa: Cordobar, a su pesar.
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