Ternera y Victoria
Vivo en la Avenida Blas Infante, en esa incierta esquina entre Carlos III y la Fátima profunda. Cuando alguien no sabe dónde cae y le tengo que dar indicaciones con el GPS cordobés, le apunto que es en la esquina del Bar Pedro (todos tenemos la referencia de un bar) o en la cuesta de la cárcel antigua. Si todavía no cae hay un localizador que supera a Google maps, y es “donde pusieron la bomba”. Entonces todo el mundo ya sabe dónde vivo, cerca de ese lugar en el que de vez en cuando cojo el 1 para subir al centro. Hoy parada de Aucorsa; ayer parada de la muerte. Así es como la vida me recuerda cada cierto tiempo que ETA existió y el daño que hizo, lo presente que estuvo durante un tiempo en mi vida y cómo hace hoy 23 años asesinó en nuestra ciudad. La banda quiso causar una masacre que se quedó en el asesinato de Miguel Ángel Ayllón. Eso fue en 1996, en los estertores de su carrera criminal. Lo peor había pasado antes.
Hace un par de semanas quedamos para comer con unos amigos vascos, hijos de emigrantes que trabajaron duro y que ahora ven cómo retornan algunos de sus hijos y nietos. En paz. Ya en las copas, durante la conversación salió el temael tema, y vinieron a reconocer que allí todo el mundo sabía quién estaba metido en el entorno de ETA y que de vez en cuando sigue apareciendo un sobre bajo la persiana recordando la tasa del impuesto revolucionario, pero la premisa era “ver, oír y callar”. En la mesa todos superábamos por poco los 40, pero su percepción era que “en nuestra época lo peor ya había pasado”, que aquello tampoco era para tanto, que era más tranquilo de lo que parecía y que la televisión se encargaba de amplificar una realidad poco menos que ficticia. “¿Entonces los 900 qué se murieron, solos?”, dije antes de darle un trago largo al JB, musitando entre dientes para que el amargor del whisky me calmara la rabia y la conversación no se enrareciera. Ver, oír y callar.
Pues no. Me niego a callar ni a olvidar, para recordar de dónde venimos y para que los más jóvenes sepan lo que pasó aquí hace no tanto tiempo.
El 20 de mayo de 1996 tenía 20 años y estaba en segundo de carrera. Vivía en el Sector Sur y Carlos III me pillaba en la otra punta de la ciudad. Supongo que estaba más pendiente de que empezara la Feria que de otra cosa, porque el caso es que tengo muy poco recuerdo del atentado. Sí tengo más recuerdos de lo que pasó en mi casa una década antes, mediados los 80 y en plenos años del plomo, cuando los atentados eran noticia día sí día no, una macabra rutina a la que acababas acostumbrándote tristemente por muy pequeño que fueras. El Hipercor de Barcelona, la plaza de la República Dominicana, la Casa Cuartel de Zaragoza… Todo eso pasó durante unos meses terribles que convirtieron lo abominable en cotidiano. Los “Avance Informativo” que interrumpían bruscamente Barrio Sésamo eran el pan nuestro de cada día, y de repente Espinete desaparecía de la televisión para dar paso a alguna escena humeante o una foto en blanco y negro de algún joven, generalmente andaluz, que había sido el elegido por los valientes gudaris vascos como objetivo ejecutable en su absurda lucha libertaria. Entre Don Pimpón, la Bruja Avería, el tiro en la nuca y la bomba lapa nos criamos los preadolescentes de los 80, entre la Movida y ETA. Faltaba todavía una década para que llegara el asesinato de Miguel Ángel Blanco y al fin la sociedad se diera cuenta de que la bestia nunca atendería a razones. Pero lo peor estaba pasando.
Por esa época a mi cuñado le tocó pasar el año en el Norte al que estaban obligados todos los Guardias Civiles. Mi hermana estaba embarazada, así que decidieron que lo mejor era que ella se quedara en Córdoba con nosotros mientras esperaba a su segunda hija y rezaba para que esos doce meses pasaran lo más pronto posible. Hace más de 30 años, pero recuerdo como si fuera hoy la tensión ante cada telediario, el miedo a cualquier llamada fuera de lo habitual, o cómo se helaban los corazones cada vez que la tele (sólo había dos canales) interrumpía la programación para informar del atentado de turno. Antonio se tuvo que acostumbrar a vivir entre miradas de odio, a calcular y medir con quién y de qué hablaba, a fingir el acento andaluz, a tender la ropa verde dentro de casa, a mirar disimuladamente los bajos del coche antes de arrancar, a manejar identidades distintas, a alternar caminos para llegar al mismo sitio… Mientras, mi hermana aguantó en silencio la angustia a mil kilómetros de distancia y parió sola, con la tele de fondo narrando y mostrando la barbarie que entonces algunos justificaban y que todavía hoy incluso hay quien trata de explicar.
Seguramente hubo quien lo celebró echando kilos de ternera a las ascuas de los batzokis o en las herriko tabernas, porque como dijo aquél, “unos tienen que mover el árbol para que caigan las nueces”. Hoy honramos la memoria del sargento Ayllón, la Ternera se pudre en la cárcel y esa niña que nació en Cruz Roja esperando que su padre volviera vivo del País Vasco es mi sobrina Marta, que en un par de semanas recibirá su despacho como miembro de la Guardia Civil. La vida, como la justicia, se abre paso. Hemos sufrido, pero somos mejores, por eso hemos ganado. Victoria.
En memoria de las cerca de 900 víctimas de ETA, 10 de ellas cordobesas.
0