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La profecía de Renton

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José Carlos León

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En 1996, Danny Boyle adaptó al cine Trainspotting, la compleja novela en la que Irvine Welsh describió la perra vida de unos yonkis de poca monta en los bajos fondos de Edimburgo. Una fantástica banda sonora, personajes icónicos, el descubrimiento de Ewan McGregor y algunos monólogos para el recuerdo hacen que hoy siga considerada una película de culto. En uno de ellos, mientras Begbie pilla cacho en un antro de mala muerte, Mark Renton asiste como espectador a la escena para declarar que “el mundo está cambiando, la música está cambiando, las drogas están cambiando. Incluso los hombres y las mujeres están cambiando. Dentro de mil años ya no habrá tíos ni tías, sólo gilipollas…”. “Me parece de puta madre, el problema es que nadie se lo contara a Begbie”, sentencia Renton, mientras que en el asiento trasero de un coche su colega toca bulto para descubrir que su conquista de esa noche es un transexual, algo que nadie le había advertido. Sí, el mundo está cambiando.

https://www.youtube.com/watch?v=Tw8dEu2Gc44

La profecía de Renton cumplirá un cuarto de siglo el año que viene, pero se ha adelantado mucho a sus planes. No han hecho falta mil años para que la raza humana camine hacia la unificación de los sexos bajo el parámetro unificador de la idiocia. Si no nos mata el COVID 19 o la ola de calor lo hará nuestra propia estupidez, un agente endógeno más letal y peligroso que cualquier plaga externa. Y sólo hace falta ver lo que ha pasado esta semana para darnos cuenta de que el apocalipsis está cercano.

No deja de ser curioso que los dos amagos de rebrote que ha habido en Córdoba hayan venido de un príncipe belga que se saltó las normas por el forro para venir a ver a su chati y de la muy evitable fiesta de graduación de un colegio pijo que no consintió que la pandemia dejara a sus cachorros sin su noche de gloria y sus selfies en instagram. Ya se sabrá si el centro tuvo algo que ver en la organización o si los padres tenían más ganas de postureo que los niños. Aquí, como teníamos que ser diferentes, los rebrotes no vienen de centros de internamiento para inmigrantes ni de temporeros subsaharianos. En la ciudad del aparentamiento y del quiero y no puedo el coronavirus tuvo que resucitar en El Brillante, como si allí nunca pudiera pasar lo que sucede en cualquier otro barrio. Cosas de la superioridad moral.

Es nuestra versión cordobita de lo que está pasando en Suecia, esa Arcadia feliz escandinava donde se mea colonia y los perros van atados con salchichas de IKEA subvencionadas por papá Estado. En el mundo inmaculado de los hijos de Abba nunca podría pasar eso que contaba el Telediario de Italia o España, los bárbaros analfabetos del sur a los que hace falta encerrar en sus casas para que no se contagian mientras vaguean en los bares. La perfección social sueca, ejemplo y envidia para toda Europa, hizo que sus gobernantes eludieran cualquier tipo de medida estricta ni confinamiento ordenado porque confiaban en que sus rubísimos súbditos sabrían comportarse sin que nadie les dijera lo que tenían que hacer. A listos y obedientes no hay quien les gane. Además, esta era una pandemia de pobres, y ya se sabe que los ricos están inmunizados contra la enfermedad, pero no contra la estupidez. El caso es que hoy los datos de Suecia están entre los peores de Europa, muy por encima de los vecinos de su entorno hasta el punto de calificar las cifras como “terribles”. “Nos hemos equivocado”, tuvo que decir hace un par de semanas el Fernando Simón sueco (el nuestro lo mismo lo ha dicho, pero tras la mascarilla de tiburones no se le entiende bien) cuando por fin entendió que la situación se les había ido de las manos y que la confianza en su sistema perfecto y en la suma perfección de sus ciudadanos no había frenado al virus. Los ricos también lloran, y además se contagian.

El episodio de la Babylonia y la chupiparty del Almedina es un canto a la irresponsabilidad (individual y social), que literalmente significa la falta de habilidad para generar respuestas válidas y operativas ante una situación concreta. Quizás sea también la respuesta a todas las voces que durante la semana pasada criticaron la obligatoriedad de la mascarilla por parte de la Junta. Nos jode mucho que alguien subcontrate nuestra libertad y nos marque lo que tenemos que hacer, que nos traten como a niños y que amenacen con multarnos si no somos buenos. Somos reaccionarios por naturaleza, entre otras cosas porque creemos que no lo necesitamos, que somos suficientemente maduros para hacer lo que tenemos que hacer, pero luego la cagamos y pasa lo que pasa.

Quizás sea una señal del apocalipsis, de la profecía de Trainspotting, aunque lo más probable es que no tengamos que esperar mil años. Puede que sea cierto. El mundo está cambiando y dentro de poco no habrá ni hombres ni mujeres, ni ricos ni pobres, sólo quedarán gilipollas. Ellos acabarán con los prudentes y los responsables, y colonizarán el planeta hasta convertirlo en un inmenso polígono en el que reine la estupidez sin entender a clases sociales. Por si acaso, vayan acumulando papel del váter y estén atentos a los estrenos de Netflix, porque parece que si seguimos igual pasaremos el final del verano encerrados en casa. Sí, Renton tenía razón.

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