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Un lamento (Equidistancia II)

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José Carlos León

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Julián Jiménez Heffernan nunca me dio clase, pero lo conocía porque todas mis compañeras de facultad estaban enamoradas de él y porque compartía despacho con Víctor Pavón (profesor de Fonética primero, amigo después), quien me enseñó mucho del poco buen inglés que sé. Julián levitaba por los pasillos de Filosofía y Letras entre suspiros adolescentes (y no tanto), con su porte de gentleman y el aura de su insultantemente joven talento, con un enciclopédico conocimiento de la literatura inglesa como si tuviese instalada la Norton en el disco duro. En estas, y en una de esas cosas raras que hay que hacer en una carrera como Filología Inglesa, andaba perdido en un trabajo sobre Percy Bysshe Shelley y A Defence of Poetry, enredado en una frase que me tenía bloqueado: Poets are the unacknowledged legislators of the world. Fue entonces cuando Víctor me dijo: “ve a ver a Julián”.

Su parte del despacho, sobre la Biblioteca, era una amalgama de libros y notas que rebosaban por los estantes, pero allí me recibió sin conocerme de nada y empezó a darme ideas, referencias y bibliografía hasta dejarme medio trabajo emperejilado. Y para terminar me recomendó que lo planteara en torno a un breve poema del que hasta entonces no había oído hablar: A lament. Un lamento.

El lamento de Shelley, en sus apenas diez versos, encierra toda la pasión del Romanticismo inglés, su potencia y también su pesadumbre, una energía pesimista y melancólica, su indisimulada tristeza y su pérdida de la esperanza. “O world! O life! O time!”, arranca el poema implorando a los tiempos pasados y siempre mejores, apelando al O tempora, O mores que dejó para siempre Cicerón en su discurso contra Catilina. La expresión quedó en la cultura popular como un recuerdo a los usos y buenas costumbres del pasado en comparación con los vicios del presente. Y desafortunadamente, los clásicos siempre vuelven.

Casi un cuarto de siglo después, esta semana me acordé del lamento de Shelley al escuchar otro lamento, el de Pedro Sánchez en el Senado, que mirando a la cara a los representantes de Bildu lamentó “profundamente” el suicidio del etarra Igor González, como quien da el pésame a una familia afligida. La escena, que ya forma parte de la infamia de la democracia española, deja en evidencia que el propio Sánchez entiende el vínculo entre los proetarras y el terrorista, sintiéndose en la obligación de quedar bien con uno de sus socios ante la pérdida del ex miembro del Comando Donosti, colaborador en el secuestro y ejecución de Miguel Ángel Blanco e integrante del ala dura de la banda terrorista, siempre alejado y crítico con la vía política de la banda.

Todo eso pasó unos días después de que escribiera aquí mismo sobre el peligro de la equidistancia al elegir de qué parte estás, del de las víctimas o de los verdugos. Sánchez, que en esto nunca deja indiferente, volvió a demostrar de qué lado está: del suyo. Con su lamento, el presidente eludió cualquier equidistancia para eternizarse en el poder, postrándose ante quien haga falta y humillando a los más débiles y necesitados de consuelo. Todo un error, porque si Shelley dijo que los poetas eran los legisladores no reconocidos del mundo, en esta historia los únicos legisladores del relato y de la memoria deben ser las víctimas, sin equidistancia posible.

Sí Cicerón..., O tempora, O Mores. Qué tiempos, qué costumbres aquellas en las que un político se subía al estrado del Senado no para lamentar la muerte de asesinos, sino para denunciar las tropelías de malvados como Catilina, al que en lugar de dar el pésame espetó aquello de quo usque tandem abutere patientia nostra? ¿Hasta cuándo tendrás que abusar de nuestra paciencia?

Por cierto, mucha gente dice que las Humanidades no sirven de nada en este mundo de tecnología y robotización, que son algo pasado de moda e inútil. Para los que piensan eso sólo quiero hacerles un matiz al hilo de mis viejos recuerdos de clases de Literatura. Percy Bysshe Shelley no gozó de la fama de otros grandes románticos ingleses como Blake, Lord Byron o Wordsworth, y su nombre no ha pasado a la historia, pero sí su apellido. Porque tras casarse en segundas nupcias, su nueva esposa, la joven Mary Wollstonecraft, cambió de nombre para convertirse en... Mary Shelley. Ella, junto a su marido y un grupo de autores, escapó de la miseria, la hambruna y el caos social de la Inglaterra de principios del XIX para pasar un lluvioso verano en Suiza invitados por Byron. En las largas noches de chimenea y conversación, éste retó a sus comensales a escribir breves relatos góticos, como si fuera un concurso a ver quién inventa la mejor historia de miedo. En ese contexto lúgubre y tenebroso, Shelley escribió Frankenstein, la obra que la hizo inmortal y que dos siglos después inspiró a Pedro Sánchez para armar su gobierno. Para que luego digan que las Humanidades no sirven de nada…

¡Oh mundo! ¡Oh vida! ¡Oh tiempo!

En cuyos últimos escalones subo,

Temblando por eso donde me había parado antes;

¿Cuándo regresará la gloria de tu mejor momento?

No más... ¡Oh, nunca más!

A Lament. Percy Bysshe Shelley (1821)

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