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Des-concertados

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José Carlos León

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Mi infancia son recuerdos de un patio de San Cayetano. De un patio de colegio, con su eucalipto y su campo de fútbol, de épicos partidos en el recreo contra los malvados de C y esas canchas de baloncesto donde las horas no pasaban. De su pabellón y de sus aulas, con sus techos altos y fríos, donde desde pronto aprendí el respeto al maestro y el trabajo que cuestan las cosas. Sí, mi infancia son recuerdos de El Carmen, de mi colegio, del sitio al que más unido me siento casi 30 años después.

Desde entonces he pasado por la facultad y por varias empresas, incluso por la mía, pero nada elimina el sentido de pertenencia que esos 12 años dejaron marcados, quizás porque fueron los años en los que se forjó mi personalidad, mi carácter o incluso los valores que cimentaron todo lo que vino después. Entré con 6 años y me fui con 18, por eso siempre será mi colegio, y que nadie me lo toque.

Entonces, ir a El Carmen era una opción para un niño del Sector Sur para el que sus padres querían lo mejor, como todos los padres. Allí hice los mejores amigos que se pueden tener en la vida, como Ramón o Ricardo, hermanos a los que quiero aunque vea menos de lo que debiera. Allí nos mezclábamos chicos (y chicas) de Santa Rosa, de la Fuensanta, de Valdeolleros y de muchos otros barrios completamente sospechosos de elitistas. Recuerdo aquellos eternos trayectos en autocar que me ayudaron a descubrir las Electromecánicas, los Olivos Borrachos y otros muchos sitios bastante alejados de los nidos de fascistas que hoy nos quieren dibujar.

Allí aprendí eso que hoy quieren desterrar: la cultura del esfuerzo. Gracias a Antonio y Rosario, los primeros profesores, para siempre maestros y amigos; a Fernando, quizás el primero que vislumbró que se me daba bien escribir, o a Juan Lapachet que entendió que las matemáticas no eran lo mío, pero que valoraba el empeño que le ponía. Gracias a Paco Ruiz por su amistad y a Rafa Aroz, a quien siempre le deberé que me enseñara a amar el arte. Todos ellos tenían el don delante, porque entonces se les tenía el respeto que hoy han hecho que se les pierda. Porque cuando entraba un profesor a clase te callabas, te cuadrabas y te ponías de pie, aunque eso en la época del profe amigo y coleguita suena a rancio y facha que te cagas. Porque maestro significa “el que enseña”, y eso es sagrado.

De esos maestros aprendí que nada es gratuito, que las cosas cuestan y que la vida quizás no sea un camino de rosas ni ese paseo facilón rumbo al aprobado universal que hoy quiere diseñar la Ley Celaá. De ellos aprendí que el cinco cuesta, y que el 10 se merece, que en esta vida no se regala nada y que nadie te va a dar algo por tu cara bonita. Tienes que ganártelo con tu trabajo. Me enseñaron a pensar, a no asumir ni aceptar sin cuestionar y a no tragarme lo primero que te cuentan. Esbozaron los trazos de un pensador crítico, de cierto inconformista, de un trabajador duro y de alguien quizás demasiado exigente y perfeccionista. Y todo sin rastro de ideología, de adoctrinamiento ni consignas baratas. Sólo enseñando para el mañana, porque por el colegio no se pasa para aprobar, sino para prepararte para lo que te espera cuando salgas de allí. Y deja que te cuente algo: lo que viene después no va a ser fácil, así que de nada sirve que te lo pinten de rosa, porque es mentira.

En El Carmen también me enseñaron los valores cristianos, aunque creo que eso no lo consiguieron. Pasé por el evangelio, pero el evangelio no pasó por mí. Ni las misas por el día de Santa Teresa ni las del miércoles de ceniza hicieron que me acercara a la Iglesia, a la que hoy veo con tanta distancia como falta de apego. Pero aunque la fe se me pegara poco, sí que me impregnó de valores como la solidaridad y el respeto por el otro sea cual sea su condición. Incluso por el propio católico, aunque no lo entienda y me pille a mil millas de mi agnosticismo galopante. Todo tan alejado del frentismo, del odio, de la separación por bandos y del señalamiento al que no piensa como tú, al distinto, todo eso que hoy se alimenta desde el gobierno.

Con el tiempo supe que El Carmen era un colegio concertado, que no deja de ser una opción más en un sistema que garantiza educación de calidad gratuita para todo el mundo, como debe de ser. Quizás ese sea el problema, que es la expresión de la libertad de elección opuesta al ansia de control de papá Estado, que disfraza de proyecto de ley su deseo de controlarlo todo y diseñar un modelo a su medida… a medida de su mediocridad y de sus planes de eternizarse a largo plazo aupado por una masa boba de votantes convenientemente agilipollados desde las aulas.

Quizás el problema no sea que haya padres que quieran llevar a sus hijos a centros concertados, sino que los dirigentes estén des-concertados, que según la RAE significa curiosamente “desbaratado, de mala conducta y sin gobierno”. Puede que eso lo hubieran aprendido a tiempo en un colegio como El Carmen. Lástima que quieran acabar con él.

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