Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
La cuesta de San Cayetano
No me gusta la Semana Santa, y mi mayor objetivo durante estos días es poner la mayor distancia entre un paso y yo, así que por segundo año no he tenido que preocuparme de esquivar el incienso ni evitar las bullas. Misión cumplida. Le tengo manía desde que siendo un niño a mis padres se les ocurrió sacar el abono en Las Tendillas, y desde entonces tengo el trauma de las horas eternas esperando, las infinitas filas de nazarenos de Los Dolores y el dolor de las tablas clavadas en el culo. Como además el Señor tampoco me llamó por el camino de la fe, ni la entiendo ni le encuentro mucho sentido, pero que cada uno la viva como quiera.
Sólo utilicé la Semana Santa un año, cuando llevaba unas semanas saliendo con la que hoy es mi mujer y mi único objetivo era mostrarle que era el chico ideal que ella pensaba. Esa semana me tragué todas las procesiones del mundo, callejeando, yendo al encuentro, atravesando masas engalanadas y perfumadas al efecto. También incorporé al vocabulario nombres como las Angustias o el Esparraguero, que hasta entonces sólo permanecían confinados en el librito que Inma manejaba con una habilidad matemática para trazar la mejor ruta entre callejuelas oscuras en las que le robaba besos furtivos. Fue una y no más. Una vez engañada, se acabaron los pasos.
Pero como la memoria son recuerdos y experiencias, siempre hay una vivencia de la Semana Santa anclada en el corazón: el Jueves Santo en la Cuesta de San Cayetano. Era un ritual, una cita marcada en el calendario, una excusa para que toda la familia se encontrara al menos una vez al año. Ése había sido el barrio de mis padres, donde crecieron, se conocieron y se enamoraron, donde fueron pobres y pasaron hambre (cuántas veces escuché la historia de la higuera del huerto del convento…) aprendiendo lo que es la vida antes de empezar las suyas. Y al menos una vez al año tocaba volver allí, donde los ya maduros se citaban con amigos de infancia y los rostros curtidos por las arrugas se reencontraban con la niñez de esos años que, con la distancia, sólo traían buenos recuerdos.
Además, El Caído es la hermandad de El Carmen como el Prendimiento es de Salesianos, así que era “mi” procesión, la de mi colegio. Llegábamos pronto, muy pronto, suficiente para que mi madre desplegara toda una estrategia de reserva de sitios al por mayor esperando que llegaran mis tías. Mientras ella hacía guardia y defendía el fuerte, en mi adolescencia se amontonan los recuerdos del café en el Bar Larra con mi padre, la subida entre piedras para ver los pasos entre cuadrillas de costaleros, pero también a las bellezas de mantilla y a Finito, Chiquilín o Ponce, que le daban el toque taurino y cañí al cristo de los toreros. Recuerdos…
El problema es que, como escribió Delibes, a todo librillo de papel le llega la hoja roja, la que empieza a descontar las que faltan para acabar. Y cada Jueves Santo había alguna ausencia en San Cayetano. De año en año alguna de aquellas viejas amigas de infancia faltaba a la cita, y lo que era peor, empezaban a recordarles a todas las demás que la muerte estaba un poquito más cerca. Quizás demasiado. En mi familia la primera que faltó fue mi prima Cristina, a quien El Caído se la llevó insultantemente joven, muy pronto, injustamente pronto en una de esas putadas que la vida no debería jugarle a nadie. Ese año mi tía Antonia dijo que estaba peleada con los santos por lo que le habían hecho y que no tenía nada que celebrar, nada por lo que pedir, nada que agradecer. Y ese fue el principio del fin.
De todas aquellas vivencias sólo entendí que más allá de los capillitas engominados y las beatas de cuarto de hora, la Semana Santa son la gente y sus barrios, ese casco histórico del que todos tuvieron que salir un día buscando su propia vida. Al tiempo que San Lorenzo, San Basilio, San Agustín o San Pedro se quedaban vacíos, Córdoba iba creciendo hacia las afueras, a zonas de expansión de los 60 y 70. Hoy son el Arroyo del Moro o el Hipercor, barrios cool con bares de diseño donde abundan las copas de balón y la ginebra de colores, pero sin el poso rancio del Larra. Allí parece que vive todo el mundo que es alguien, pero son fríos, sin raíces ni identidad. Por eso, aunque sólo fuera por un día, por una tarde de Jueves Santo, la procesión de turno servía para aglutinar a la ciudad y a sus gentes en torno al origen, al punto de partida, a la niñez donde empezó todo.
Por eso, si algún día se me ocurre ir a ver alguna procesión, estaré buscando un hueco en la Cuesta de San Cayetano, donde siguen habitando los recuerdos.
Sobre este blog
Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
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