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¿Qué zona de confort?

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Antonio Agredano

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Dicen los coaches que hay que abandonar la zona de confort. Que hay barreras invisibles y autoimpuestas que nos abotagan. Cárceles íntimas del espíritu. Que si queremos huir de la depresión y la abulia necesitamos romper las cadenas de nuestro día a día y lanzarnos de cabeza a una especie de epifanía del alma y el intelecto, una luz al final del túnel cotidiano. Una metamorfosis. Una movida. Entiendo que cuando Carlos González defenestró a Oltra para poner al técnico del filial creía abonarse a este tipo de itinerarios tortuosos. Un salto al vacío para la entidad, para la plantilla y para los aficionados, espectadores perplejos.

Si miro atrás creo que siempre he estado huyendo de la comodidad, pero hay zonas que no pienso abandonar nunca. Me descubro en pijama comiendo pipas. Arropado con las enaguas de la mesa camilla, recalentamiento genital de brasero eléctrico. Hierven las patas metálicas de la mesa, acero candente que marca los muslos como al ganado. En la televisión dan fútbol. Los míos de blanco y verde, los enemigos siempre con vistosos colores. Trapos alegres para venir a mi entierro. Que nos ganaran era lo habitual.

Me observo y pienso: ¿Qué haces aquí, gastando tu tiempo en la derrota? Los aficionados al fútbol somos niños tocando cosas que pinchan mientras que nuestros padres dicen «te vas a pinchar».  El Córdoba llevaba nueve jornadas sin ganar. Las victorias son frágiles pero los fracasos son rotundos. Piedras en el camino. Proyección astral y el paisaje de un salón en paz. No hay nada como el hogar. La televisión escupiendo verde. Las cáscaras encaramadas al sofá. Ella y yo, mirando la pantalla. La familia, una supervivencia emocional. Una estructura de cartón que nos resguarda del frío. Pagar el alquiler y sentir que nada es nuestro pero que todo nos pertenece. Este salón que nos acuna, sus paredes de gotelé, los muebles viejos que otras familias compraron y ahí aguantan enormes y oscuros el paso de los tiempos, de los arrendamientos, como tétricos ataúdes de otras vidas. Los achaques de un piso antiguo, el termo intermitente, las ventanas que chirrían, un frío de vivienda a medio llenar, el agua sin presión, la cama poco mullida. No hace falta más. No a mí, acostumbrado a lo poco porque a lo mucho se acostumbra cualquiera. Ella y yo. Para qué más en un piso como un coche viejo que avanza entre ruidos desconocidos.

Yo quisiera que mi equipo ganara siempre y jugara en Europa año sí y año también. Que apalizara a los ingleses y jugara más sucio que los italianos. Que se riera de los franceses y subestimara, con motivo, a los belgas. Pero me tocó en el sorteo de la vida nacer en una ciudad con un equipo de Segunda. Acostumbrado a la épica doméstica, a una poesía que rima los infinitivos. Un equipo de cerveza en el Correo y conservas en el Carrasquín. Un equipo de gambas rebozadas en El Gallo y ese olor a aceite acompañándonos calle abajo. Los cubatas a tres euros y protestar si ponen demasiado hielo. Me veo desde fuera y siento esa entrañable comodidad en el espacio reducido, en las cosas prestadas, en el amor desmedido en habitaciones irrespirables. Laberintos cómodos. Pequeños retos que superar: cuando el jefe llega de mal humor, cuando el autobús se retrasa demasiado, cuando una vecina viene a quejarse de algo, cuando la enfermedad golpea, las facturas se amontonan, la calle se vuelve hostil, el frigorífico se estropea. A mí que la zona de confort me resulta diariamente incómoda. González ha sido un presidente perfecto para este tobogán emocional. Ahora que se va tengo miedo de echar de menos sus idas y venidas, su testimonio inconexo, su azaroso mandato.

Algún día volveré a Córdoba. Echo de menos algo de esa ciudad. Algo sin nombre, una sensación de extraña comodidad, un deseo turbio. La miro desde lejos, como un fantasma que arrastra una bola de recuerdos. La cadena de la nostalgia, pesada, irrechazable, escandalosa. El domingo pasado marcó Juli y los dos gritamos. Los tuppers de su madre nos habían solucionado la cena. La lluvia caía pesadamente sobre los cristales del salón. Luis Miguel Carrión debutaba en la Liga 123. Bijimine y Rodas apretaban nuestros corazones como si fueran dos pelotitas antiestrés recién compradas en el Tiger. El Córdoba es un club que nos arrastra a la incertidumbre. Sin movernos del sillón nos zarandea por el dolor y la efusividad, por lo tétrico y lo extático, por el llanto y la risa tonta. Al fútbol hay que pedirle montañas rusas y no trazados del AVE, vértigo y no serenidad. Hay en la osadía de Carrión un búsqueda de lo nuevo. Galán de titular, Esteve en la recámara. Experimentos, sufrimientos, apuestas imposibles. No es la época calmada de Oltra, su senequismo adoptivo, es otra cosa. Trepar a los playoff no será fácil, pero el entrenador parece haber asumido el reto.

Durante el taller de Coaching que hicimos en el trabajo, el psicólogo nos preguntó sobre nuestros deseos y expectativas. Yo tarareaba para mí aquello de Parálisis Permanente: “Me miro en el espejo y soy feliz…”. Mis compañeros hablaban de frustraciones, de asfixia en el hogar, de ganas de vivir vidas que no habían podido vivir. De salir, viajar, quitarse el yugo monocromático. El coach apuntaba en un papel, escuchaba con los ojos muy abiertos, animaba a dar ese salto, a dejar atrás un mundo estéril. Cuando me tocó a mí dije que era del Córdoba y que cada domingo hacía intensos viajes a lo desconocido. Él se rió como si yo bromeara. Sonreí con ridícula complicidad mientras pensaba en el pasado domingo, abrazados en mitad del salón, con un botella de anís recién abierta sobre la mesa, un bandeja con logroñesas y bolitas de coco. La luz tenue del salón en un piso alquilado. Ella y yo. Felices. Porque por fin había ganado el Córdoba. Esa zona de confort donde rezonga la familia, la paz tras cerrar la puerta. Cuando dejas atrás el mundo y ya te enfrentas al amor, nada más. Y al fútbol. A los colores. Al cambio de entrenador, a los fichajes por llegar, a la primavera del siento, «perdiendo el miedo a no vivir en calma». Al futuro en su formas oscuras, a los días que vendrán cuando se acabe la lluvia. A la era de Carrión. Al Córdoba en su impredecible rumbo. Se va González, tenemos entrenador nuevo, una eternidad por delante, rivales duros, una plantilla corta, una grada hambrienta. Bendita comodidad la nuestra.

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