Siempre hay un señor que llama
Siempre hay un señor que llama. Descuelga el teléfono, es un decir, y teclea conteniendo la respiración, recitándose los encendidos argumentos, con su pulso contenido, con marcialidad y aplomo. Estos señores son los que mueven España. Tienen más poder que las coloridas manifestaciones. Tienen más poder que las firmas pedidas a pie de calle. Ese señor que llama es el motor de nuestro país. España se pone firme al otro lado del teléfono. Los whatsapps son dóciles y efímeros. Los correos electrónicos no son serios pese a la solemnidad del lenguaje empleado, siempre aparecen ahí sepultados entre ofertas del Groupon y bancos nigerinaos. Pero la voz de ese señor que dice por aquí sí y por aquí no es tribal e hipnótica. Él manda en la oscuridad de su sillón. Palpa el escritorio con la mano. Martillea el bolígrafo sacando y escondiendo su punta. Mira a través de la ventana, lacónico y cinematográfico.
Da igual el tema porque siempre hay un señor que llama. Para sugerir a un autor en un premio de poesía, para que el hijo de un amigo ocupe un puesto de trabajo vacante, para que las notas se inflen, para pedir la cabeza de un periodista, para darle a la oposición información pringosa, para darle al concejal un motivo para el desvelo, para vaciar las tripas de un ordenador, para pedir lo que considera legítimamente suyo, para asustar a un cliente respondón, para lo sutil y para lo grueso. El señor que llama está pendiente de lo grande y de lo pequeño. Como los buenos malos árbitros, que nunca señalan el penalti obscenamente injusto pero siempre pitan la pequeña faltita que no es, el saque de banda al lado contrario, ese goteo de minúsculos errores que descentra, esa retahíla cobardona y casi invisible que en el césped parece un muro imposible de trepar.
En Córdoba gustan esos señores de voz profunda y desayuno intenso en el Voces Cordobesas. Cruzando altivos la calle Gondomar. Esos hombres que siempre parecen despedirse con prisa. El mito del eterno atareado. Sólo salen de casa para ganar dinero. Nunca se asoman al escaparate de la vida. Siempre andan ahí, detrás, llamando cuando hay que llamar a quien hay que llamar. Piden fumar dentro de los bares. Hablan del vino y de las amantes. Dan consejos a los cachorros. Guerreros de niebla. Huérfanos del Gaudí. De ginebra temprana. Como de vuelta de todo. Que miran la ciudad desde arriba. Como un google maps de la moralidad, del buen orden, de lo que debe ser y lo que no. Con esa suficiencia que da la pasta, el compadreo, los cuatro chistes bien contados en los postres. Las risas urgentes. El servilismo. Esa membrana grisácea que recorre nuestras calles. Córdoba tiene cuerpo andaluz y alma norteña. Es como un volcán apagado, como un desnudo de piedra. Estos señores son los que marcan el ritmo, el tambor en la batalla cotidiana. Refugiados en el despacho, moviendo papeles al tuntún, freno incansable de lo que pudo ser y ya nunca será. Los reconoceréis porque en algún momento os llamarán. Dirán por aquí y por allí y será difícil quitarles la razón, no plegarse a sus severos y viejos dictados. Las revoluciones son lejanas, pero decir “no” sigue siendo una íntima rebeldía, una sutil victoria contra los grotescos modos de nuestros conciudadanos.
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