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Gasas limpias en el armario

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Antonio Agredano

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Lo peor de volver a Facebook ha sido que la máquina me ha animado con insistencia a solicitar amistad a algunas de mis ex novias. Aunque el algoritmo no lo sepa, yo no conservo la amistad con ninguna de ellas. No siempre fueron finales crudos, pero soy de los que piensan que el pasado debe ser pasado, con etiqueta y adiós con la manita. Los olvidos mutuos reconfortan. Se evita el siniestro whatsapp de madrugada, la esperanza, o esa reconciliación nublada y dolorosa. El amor está escrito en braille y por más que palpe nunca alcanzaré a entenderlo.

Muchas veces he pensado, con más angustia que coquetería, en qué recuerdo tendrán ellas de mí pasados tantos años. Si a veces me piensan con ánimo concupiscente o me desean con asepsia una vida llena de ventura y salud, o me odian, o me han olvidado condenándome a una más que merecida intrascendencia. Si deslizan sus dedos hasta la pringue de sus bragas o fruncen el ceño cuando mi torva imagen se precipita hacia sus cerebros. Si dan gracias a dios cada día por haberme dejado a tiempo o fantasean con otro final, romántico y norteamericano, que ya nunca será. No es un sin vivir, pero uno a veces echa la vista atrás, mira las huellas borrándose en la arena y necesita agarrarse al camino como los monos a las ramas, para tomar consistencia en una existencia veloz, vaporosa y ensimismada. Siempre quise ser un buen amante, pero raramente lo conseguí. Por pereza, puerilidad o mal carácter, no siempre fui el hombre que debí ser. Y pesa en la memoria. Pesa como dos bolsas del Mercadona llenas, con su gravedad cercenándote los dedos.

Hay en el amor un residuo del hombre megalítico. Un circo para la duda masculina, tan pomposa y teatral, tan desvergonzada e hiriente. Los hombres, como los Dacia, nacimos ya viejos. Es difícil ser hombre por la propia tiranía del hombre. Por su dictadura del deseo, por sus imperios volubles, por su amabilidad cenicienta, por su encorsetado tránsito. La competencia silenciosa y la carcajada servil. Hacerse a sí mismos y otras zarandajas mal leídas en artículos mal escritos. Pómulos mordidos y un botón desabrochado. Espantapájaros con paja adulta engordando la camisa prestada, con una estaca en la espalda e insectos refugiados en el corazón. Es en el amor donde los hombres alcanzan su punto óptimo de pequeñez. Su medida perfecta. En su bengala sentimental, tan brillante y breve. Hablo de mí, claro. Confesar las miserias es como acolchar un ataúd. Facebook me vomitó el pasado y sentí miedo por lo que fui. Y un rubor oscurísimo y fangoso. No se pueden borrar las tardes de lluvia, ni las discusiones en la cocina, ni la decepción garabateada en sus ojos. Ni aquellas ideas que uno enarbolaba con orgullo y que hoy mueren de pena y óxido, escondidas y ajenas.

En el 2004 asistí a un desayuno informativo con Carmen Calvo Poyato en un bar de Ciudad Jardín. Estábamos en la campaña de unas Generales que el PSOE daba por perdidas, con ese candidato dulzón apellidado Rodríguez Zapatero haciendo lo que mejor sabía hacer, mirar a la cámara como un niño que acaba de romper un cristal con la pelota y busca perdón y cobijo. A ese acto electoral estábamos invitados algunos jóvenes afines al partido para hablar de Cultura y Educación. Unos meses más tardes Carmen Calvo era ministra y yo ponía copas en ese mismo bar para pagarme la matrícula. Fui con mi novia Laura, a la que pedí que me acompañara pese a ser votante cerril de IU, por no sentir la vergüenza de participar en uno de estos saraos completamente solo. Vino con escepticismo, amabilidad y un pelín de condescendencia. Carmen Calvo, que no era santa de mi devoción, empezó con ese tono suyo tan de maestra-escuela del tardofranquismo que ya conocía de la Facultad, a hablar sobre bibliotecas, planes de estudio y activismo, pero la conversación derivó hacia el feminismo. No era como ahora. A muchos de allí no nos sonaba a chino, pero sí a pequeña excentricidad, a pataleta asociacionista-buenista, a cierto retorcimiento social cargado de frases que a muchos nos resultaban exageradas. Lo que ahora es una lanza en aquella época era una navajilla que algunas mujeres, ningún hombre, llevaban escondida en el bolsillo. Aunque ahora todos lo negarán, el feminismo no estaba en las agendas políticas, ni Facebook ni Twitter existían, Tuenti y Fotolog eran celebraciones de la banalidad, no había secciones en El Corte Inglés dedicadas al tema, se hablaba de Virginia Woolf, se mascaba el tema, pero aún se hablaba con naturalidad de crímenes pasionales, de hembrismos y sangrantes divorcios. Aún ponían Aquí hay tomate. Harry Potter iba por el quinto libro. A Joanne Rowling, unos años antes, su editorial le había pedido que firmara como J. K. para evitar el rechazo de los jóvenes lectores a los libros escritos por mujeres. Sonaba lo de la igualdad como un deseo vago y no con la ferocidad y la convicción de nuestros días.

El debate se fue animando y pregunté a la consejera qué papel tenían los hombres en esta movida del feminismo. Ella fue concluyente. Dijo que los hombres no pintábamos nada y que si queríamos estar que lo hiciéramos en la retaguardia, sin llevar banderas, ni pronunciar discursos. Me sentí menospreciado y volví a tomar la palabra con esa soberbia veinteañera y militante que tantas hostias me regaló en los dos mil. Me posicioné como aliado, aunque por entonces no se usaba esa palabra, y dije que para cambiar el mundo era necesario el apoyo de toda la sociedad y que prescindir de los hombres en esta reivindicación era cojear a conciencia. Mi pareja miraba al suelo con rubor inesperado. Los hombres asentían y me miraban como diciendo “grande ahí, chaval”. Carmen Calvo fue paciente, me volvió a dar su visión, resumida en una frase que recuerdo perfectamente: “No habéis hecho nada en siglos y ahora que lo intentamos hacer nosotras os pegáis codazos para llevaros el mérito”. Cuando salimos, yo muy enfadado, mi chica me miró y dijo: “No has entendido nada. Es que nada. Qué vergüenza”. Farfullé algo, pero Laura ya no me escuchaba.

Hoy las mujeres irán a una huelga para mujeres convocada por mujeres. Han pasado catorce años desde aquel desayuno. Cuando Facebook me sugirió ayer solicitar la amistad de Laura, sentí un pellizco monjil. En su foto de perfil una imagen con un puño violeta. Recordé aquella mañana en Ciudad Jardín. Me gustaría decirle que me ha costado, pero que he terminado entendiendo muchas cosas. Que la soberbia amaina y la lupa que siempre apuntó a mi ombligo ahora se cierne sobre otras cosas. Que, como a un Jon Snow del Deliplus, me sigue tintinando en la conciencia ese “you know nothing, Antonio Agredano” suyo. Que he aprendido a escuchar y en este tema, más que en ningún otro, no es mi voz la que debe elevarse. Aunque a ella le dará igual todo esto. Quizá me ponga de ejemplo de mansplaining, de esa tozudez de los hombres que intentan capitalizarlo todo.

Hoy trabajaré todo el día y luego me quedaré en casa con Fidel. María irá a la manifestación. No voy a acompañarla. Nadie me echará de menos. Hay que vivir con ello. No podemos jugar al fútbol para los dos equipos. Pasa el tiempo, vuelve la suave arquitectura del amor. Se amontonan libros en la estantería. Hay un hijo al que educar. Artículos que escribir. Mostrarse. Desnudarse palabra a palabra. Ser es una gimnasia tierna. Para vivir hay que echarse magnesio en las manos. Opinar sobre muchas cosas. Saber cuándo callarse. Qué virtud esa del silencio. Mientras María grita entre mujeres, Fidel y yo estaremos viendo Baby TV arropados en la mesa camilla. Sale un conejo que toca el banjo. Hay gasas limpias en el armario. Encontrar acomodo como hombre. Ignorar los consejos del Facebook, que quiere remover un pasado donde quedan la ternura, las dudas y algún pornográfico error.

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