Cicatriz
“Si marcara un gol, ¿cómo lo celebraría?”, preguntaron a Antonio Luque, Sr. Chinarro. “Extrañado”, respondió. Como siempre fui portero, jamás celebré un gol. Al revés. Yo era feliz evitándolos. El guardameta niega la esencia del fútbol, como quien le quita los bordes a las pizzas o no le echa echa kétchup a la hamburguesa. El gol es una descarga de perplejidad. Los porteros, como los camareros simpáticos, no son de fiar.
“Lo más difícil de ser camarero es despreciar al cliente en su justa medida. Ni resultar vejatorio ni empezar a parecer accesible”, me contaba Adolfo Carrillo mientras tomábamos un fino en El Gallo. Eran otros tiempos. Echo de menos aquellas tertulias etílicas, en las que hablábamos de canciones, del futuro, de viajes pendientes y amores perdidos. Ya la vida es otra. Y aún siendo mejor, algo queda en el recuerdo. Como quedan manojitos de pelusa por mucho interés que pongas barriendo la casa. No se sabe de dónde salen, pero ahí están, asaltando la memoria. Manchando el suelo. Cargando la existencia de dudas.
Me hago mayor. Lo noto porque cada vez me canso antes de la gente. Por supuesto, y por coherencia, asumo resultar insoportable para los demás. Los vinilos tienen dos caras y una siempre es mejor que la otra. Tengo un lector que en Twitter critica cada uno de los artículos que escribo. Lejos de sentirme halagado -el odio es agotador y necesita dedicación como una orquídea-, me afano en contestarle cargando con una extraña e ingenua sensación de culpa. A mi exigente lector le vuelvo a explicar lo que quise decir, le añado matices e incluso, a veces, en un alarde de pazguatería, le doy la razón. Nada me cuesta más en la vida que la indiferencia.
Pienso en los camareros ideales de Adolfo y entiendo esa frontera que es la barra. Pasa algo parecido entre el césped y la grada. Es difícil elegir el desprecio adecuado contra nuestros jugadores. Porque nos duelen y eso debe notarse. El fútbol no es un teatro. Una cosa es culturizarlo y otra agilipollarlo. Florin extendió cheques que Rodri es incapaz de pagar. No es cuestión de repartir culpas, pero entiendo la presión y quizá por eso, cuando Rodri marcó contra el Zaragoza, se llevó la mano a la oreja como diciendo “pitadme ahora”. Si algo sé del fútbol es que la afición no conoce el arrepentimiento. El equipo ganó y Rodri pidió disculpas, la tormenta quedó en el vaso. Aunque es bueno recordar que la grada ni perdona, ni olvida; sólo disimula.
A veces sueño con que marco un gol decisivo. En mis sueños no soy portero. Suelo anotar de cabeza. Mis compañeros me abrazan porque somos campeones de un torneo imaginario. Celebro el gol como Chinarro, extrañado. Mirando en todas direcciones, abrumado y solo. En esa soledad compartida que tiene dientes y uñas afiladas. Los goles deben ser como sufrir una descarga eléctrica o golpearse los nervios del codo. Moriré virgen de celebraciones, las sueño por pura supervivencia.
Cuando Markovic marcó en el descuento el 2-1 no se llevó la mano a la oreja como Rodri, sino a la rodilla izquierda. Se señaló la cicatriz. Tras esa costura, una operación y ocho meses fuera de los terrenos de juego. “Las cicatrices son sitios por donde el alma ha intentado marcharse y ha sido obligada a volver, ha sido encerrada, cosida dentro”, escribió Coetzee. Lo que no sabía Markovic es que era nuestra alma la que pujaba por conocer la luz. Por salir de nuestra cápsula de sombra. Tras su gol aguardaba preso el cordobesismo, ansioso y voraz por la victoria. Las cicatrices son guirnaldas que nos ofrece la vida.
“Nunca nos bajemos en la estación con nombre de invierno. Pasemos de largo, verás que así su sombra no hará más daño”, cantaba Adolfo a su chica. ¿O era a la Segunda B?. No hay canción de amor que no pueda cantarse al Córdoba CF. Por los goles, el fino, los desengaños y la vida.
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