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Tapar

Manuel J. Albert

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Una vez, prohibieron un tebeo en España. Fue a principios de los noventa. Su título era Hitler=SS. Una colección de historietas francesas de un humor negro y grotesco hasta la náusea; con chistes de arcada sobre el holocausto y los campos de concentración nazis. Las asociaciones de supervivientes protestaron inmediatamente. El guionista Jean-Marie Gourio y los dibujantes Philippe Vuillemin y Gondot sufrieron varios juicios y protagonizaron un largo debate sobre la pertinencia y legalidad de su obra, así como de los límites de la libertad de expresión. También en España se presentaron recursos. Y lograron prohibir la edición y la distribución definitiva, condenando incluso al editor.

Desde entonces, autores y editoriales del underground se cuidaron mucho de lo que escribían y sacaban a la venta. Especialmente en el mundo del tebeo, que había gozado de total manga ancha desde la muerte de Franco. La libertad de expresión quedó como una verdad a medias y ciertos temas volvieron a ser tabú e intocables. El miedo se mezcló con lo políticamente correcto y, como resultado, algunos autores con clara potencialidad en su grosería y gamberrismo, vieron enmudecer sus bocazas protestonas.

El miedo tamizado y anticipado -que cohíbe y encorseta al autor en espera de una reacción exterior adversa-

no empezó a raíz del caso de Hitlers=SS ni se ciñe solo al uso del humor o al cómic. El temor en el lenguaje escrito es muy anterior y está generalizado. Incluyendo a la prensa. En ésta, se han alcanzado paroxismos absurdos, especialmente en su apartado gráfico. Así, presa de un miedo abstracto y creciente, durante años, en los periódicos se ha decidido tapar la cara de cualquier menor, aunque fuese acompañado de sus padres o estuviese en el colegio. Por puro miedo. ¿A qué? Nunca se ha llegado a aclarar. Pero tampoco ha importado.

Lo más triste de esta historia no es que a los periodistas les obligasen a tapar la cara de los críos, sino que ya lo hacían ellos mismos mecánicamente, como si fuesen el resultado de un experimento conductista. Y lo mismo ha pasado con el lenguaje escrito. Los redactores han aprendido a esquivar para no molestar. A tratar de no ser ni demasiado hirientes ni demasiado inquisitivo; procurando siempre contentar a todos: tanto al personaje de quien se habla o al colectivo sobre el que se escribe. Abusando de un tono neutro e impersonal que pinta de gris páginas y páginas de periódicos. Porque el gris no incomoda a nadie.

En una entrevista, Montserrat Domínguez contaba que ese miedo, ese pudor, ese autocontrol podía ser mayor en los pequeños medios de provincias. Tal vez. Pero idénticos gestos de temor y cobardía autoimpuesta también se encuentran en las grandes cabeceras. Pero en unos y en otros, cada vez sorprenden menos. Aunque cada vez duelan más.

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