Machete
Vaquería o campillo. Para llegar a la feria, desde mi casa, no había más alternativas si ibas andando. O pasabas por la primera, a riesgo de hundir los pies en una perfecta mezcla de orín y mierda; o atravesabas el segundo, bordeando la tapia del cementerio o adentrándote en un campo lunar de escombros de obras y enormes cardos borriqueros que, por su tamaño eran más propios de Chernobyl -que había estallado hacía un par de años- que de Córdoba. Llegaba a la feria con aroma de moñiga, arañazos en los brazos y feliz. Todo lo que ocurría delante del hotel nos daba igual a mis colegas y a mí.
Nunca entendí muy bien toda esa historia de las casetas y la música atronadora. Y lo cierto es que sigo sin asimilarlo. No importa. Estaba con los colegas, teníamos 12 años y andábamos solos por primera vez. Lo nuestro era la calle del infierno, los cacharritos. Y el Anillo o el Ranger eran mis retos personales. Dos máquinas salvajes que ponían boca abajo a sus ocupantes y me aterraba de solo mirarlos.
Me recuerdo haciendo cola. Bajito, rodeado de torres adolescentes apretadas en colonia y fijándome en los tatuajes de los ojerosos responsables de la atracción. El ruido atronador de los engranajes y los rodamientos encima de mí. El flequillo agitándose por el efecto vacío que dejaba a su paso.
Demasiado para mí. No me atreví. Lo mismo le pasó a un colega que venía conmigo. Nos largamos de allí, taquicárdicos y avergonzados. El resto del grupo de amiguetes rodeaba una de esas máquinas de una grúa que coge juguetes. Y debía de ser una de esos días de atraer clientela, porque la mayoría de los objetos se alcanzaban sin dificultad.
Y estaba lleno de machetes. Tipo Rambo. No era complicado. Por 25 pesetas, el cachivache con garra de pata de pollo colgando se movía, bajaba y agarraba uno de aquellos inmensos cuchillos por una pieza de cuero de la funda que, curiosamente, estaba perfectamente encajada y servía para asirlo sin problema.
Eran otros tiempos. Seis descerebrados del Parque Cruzconde regresando por un descampado, armados con sendos machetes de acero, romos perdidos y de fuerte olor a plástico.
Eran otros tiempos.
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