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Córdoba, primer día del segundo verano de 2015

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Ángel Ramírez

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Todo cordobés tiene una teoría del verano,  más bien diría una teoría del calor. Aunque nosotros no pensemos mucho en ello, allá donde vamos alguien nos pregunta por eso, así que terminamos dedicándole un tiempo a la cuestión y elaborando nuestras teorías de alcance medio. La cosa tiene su enjundia porque al final lo que construimos es un manual de supervivencia, un protocolo de actuación en situaciones de emergencia, más allá del folklore de los chistes sobre el número de estaciones de la ciudad,  las fotos de los termómetros callejeros  a 47 o 51 grados, y las preguntas de los periodistas de televisión sobre si hace o no calor mientras a nuestras espaldas un grupo  de ancianos de Talavera de La Reina de visita en la ciudad se tira literalmente a la fuente de Las Tendillas.

Yo, quizás porque soy inmigrante, aún no tengo mi teoría, pero lo que sí tengo ya identificado son los veranos que pasamos en un año, que esa es la cuestión, Córdoba no tiene un verano, si no cuatro, y cada uno es un mundo. Lo pensaba la pasada noche del domingo a eso de las doce de la noche, de pronto noté que estaba a punto de terminar el primero. El primer verano o verano festero ocurre entre la feria de mayo y el último acorde de la última guitarra del festival del mismo nombre. Después de una primavera que, por mucho que nos empeñemos, es una cosa de personas mayores y adolescentes ( ¿por qué les gustarán tanto las cruces a los adolescentes?), llega el ómnibus de la feria, después las últimas citas del moderneo, y cierra el Festival de la Guitarra. Este verano es el preferido por el grupo de edad de 30 a 50, que es en el que algunos tienen 60 euracos para gastarse en un concierto, y aunque se trabaja y funcionan los colegios y las universidades, está muy bien porque aún no ha llegado la cosa desértica, hay muchas cosas que hacer y nos pilla con muchas ganas.

Como decía, cuando acaba el último concierto del festival estamos ya en el verano de las sirenas, al día siguiente ya nada es igual. Ese último concierto es como las sirenas que en la guerra anunciaban el bombardeo, ya todo el mundo empieza a acopiar avituallamiento y buscar refugio. Nos pegamos quince o veinte días despistados, empiezan a fallarnos los primeros teléfonos, algunos bares tienen horarios extraños, trasnochamos sin quererlo, el tiempo se prolonga y se nos desorganiza, pero todavía están los docentes y los funcionarios con sus cafés, te invitan a piscinas. Algo hay.

Finalmente llega el uno de agosto, y Córdoba se convierte en “Mad Max 3, más allá de la cúpula del trueno”, en la que el héroe lucha contra un tirano que subyuga una ciudad subterránea, un enano que fabrica gas metano con excrementos de cerdos. Durante el verano apocalíptico los cordobeses y cordobesas nos convertimos en esos vagabundos polvorientos que tenemos como única misión matar antes de que nos maten,  hacer lo que haga falta por apoderarnos de cualquier líquido y colonizar las sombras. Este mes la ciudad es una distopía en la que nadie responde a las llamadas y los correos,  las tiendas y bares están cerrados, los amigos de vacaciones en la playa, las almohadas mojadas, y solo nos salvan las noches de cine de verano con bocata de hamburguesa con queso y bolsa de altramuces y los voluntariosos músicos, actores y actrices que montan veladas para la resistencia en el Botánico.

Los últimos días del mes ya te empiezas a encontrar con conocidos por la calle, de pronto un correo respondido, te llaman del Ministerio, algunos vuelven a coger las  bicicletas. El verano de las bicicletas, del 1 de septiembre hasta Dios sabe cuándo, todo tiene el ambiente de lo renovado, trabajamos, hay colegios, pero esa normalidad se ve rota por nuestro cansancio, nuestras pintas de guiris transeúntes con las bermudas y las camisetas, el rumor constante de las máquinas de aire acondicionado, es una normalidad anómala, una última oportunidad para los trasnoches y las locuras de las noches de verano.

Escribo esto en Córdoba, el primer día del segundo verano del 2015, y sudo como un búcaro de Lebrija mientras oigo las sirenas anunciando el desastre. Todavía nos queda lo peor.

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