Un recuerdo que nunca me abandona de cuando era pequeña tiene mucho que ver con mi madre. Su empeño en ponerme gorritos de croché, de fieltro, de seda o de la misma tela a juego con el vestido. Mi abuela se reía y esperaba atenta a ver cómo yo instintivamente me los arrancaba de cuajo.
No recuerdo un peor momento que el día de mi primera comunión cuando me enfrente al “casquete” que mi madre me quería colocar… y que de hecho me colocó. Lloré de tal manera que cuando llegue a la iglesia tenía los ojos tan hinchados que no podía ver a nadie. Los párpados me pesaban como losas. ¡Cómo pesan los ojos cuando lloras sin consuelo! Si tuviera que ponerle título a las fotos que me hicieron sin duda sería “cómo estar enfadada y hacerlo evidente sin palabras”.
Cuando llegué al camino de Santiago que hoy termino, me preguntaron mis compañeras de viaje si no llevaba un sombrero para caminar durante más de cinco horas al día toda una semana y además con un sol de justicia poco propio en Galicia. “Soy como un ciprés - les dije - no puedo tener nada en la cabeza, solo el cielo y los pies bien pegados a la tierra”.
Curiosamente, si algo hallé en esta nueva experiencia emancipadora de caminar (recuerden a Margarita Nelken y su impagable reflexión “...La libertad de caminar fue aún más emancipadora que la libertad de trabajar”) es que el mundo está poblado de mujeres admirables, sorprendentes, únicas, diferentes y que transitan por caminos muy diferentes al mío, pero caminos al fin ya l cabo.
Y también mujeres que cultivan los campos de repollos, acelgas, puerros y calabacín, agachadas y apegadas a la tierra pero con sus cabezas tapadas con pañuelos. Ahora mucho más ligeros que aquel “o pano ”, esa gruesa pañoleta gallega anudada al mentón que algún estudio dijo ser símbolo de sumisión.
Mujeres que rezan en el camino por todos los que llegan y se van y que desde las frías piedras del monasterio me regalan una imagen que me impacta. Son ellas las que rezan y un solo hombre el que nos bendice; son ellas las que trabajan en el huerto, amasan los dulces o la pasta de jabón, y es un solo hombre el que las confiesa.
Mujeres con la cabeza cubierta, con una toca, unas blancas, otras negras. Siempre con la cabeza tapada.
Mujeres que se arrodillan en las mareas para con sus manos extraer del fondo del fango los frutos del mar durante horas, con lluvia, con sol, con frío, siempre mojadas. Mariscadoras gallegas que encontré en el camino también con la cabeza bien tapada.
Mi madre, en algún momento, desistió de taparme la cabeza, y en una suerte de allanamiento recíproco acepté solo lazos, siempre de colores. ¿No creen que la libertad tiene algo que ver con la cabeza? A mí, por si acaso, sigue sin gustarme que me tapen la cabeza … y soltarme el pelo.
Soy cordobesa, del barrio de Ciudad Jardín y ciudadana del mundo, los ochenta fueron mi momento; hiperactiva y poliédrica, nieta, hija, hermana, madre y compañera de destino y desde que recuerdo soy y me siento Abogada.
Pipí Calzaslargas me enseñó que también nosotras podíamos ser libres, dueñas de nuestro destino, no estar sometidas y defender a los más débiles. Llevo muchos años demandando justicia y utilizando mi voz para elevar las palabras de otros. Palabras de reivindicación, de queja, de demanda o de contestación, palabras de súplica o allanamiento, y hasta palabras de amor o desamor. Ahora y aquí seré la única dueña de las palabras que les ofrezco en este azafate, la bandeja que tanto me recuerda a mi abuela y en la que espero servirles lo que mi retina femenina enfoque sobre el pasado, el presente y el futuro de una ciudad tan singular como esta.
¿ Mi vida ? … Carpe diem amigos, que antes de lo deseable, anochecerá.
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