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La gran desbancada

Víctor Molino

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Poco se habla de lo que pasa en los bancos. Reconózcase que se alude a la realidad que brota dentro de ellos. Porque lo que ocurre fuera está todos los días en los noticiarios. Si pena da lo de fuera, lo de la calle, también da pena lo de dentro.

La crisis ha abierto la veda de la caza al banquero. Del banquero de toda la vida, no la del poderoso. A diferencia de lo que ocurre en el ámbito cinegético, con la crisis, la batida que fija el hacer buena presa es la del jabato, no el jabalí. La del chico en vez del grande.

A los poderosos, a los de los tirantes y tripa ajustada al pantalón les está viniendo muy bien la coyuntura económica que vive el planeta. Para entenderlo bien, no hay más que echar un vistazo a la banca española.

Hasta la fecha, en total, según las cifras globales parece ser que se han destinado un total de setenta y cinco mil millones de euros a los que se denominan como bancos “malos”. Eso, al parecer, sin profundizar macroeconómicamente, lo han aportado los “buenos”.

Dicha cantidad les ha venido tan bien como mal a unos y a otros. Porque el sector, lejos de reestructurarse de una manera sana, ha hecho acopio de dichos fondos para presionar a sus empleados con el objetivo de cuadrar cuentas. Este post va de eso. De la presión de los empleados de banca. El mal del banquero.

Cualquiera de los que lea estas líneas puede pasarse por su oficina o sucursal y mirar con atención la cara del banquero o banquera. Mirando bien encuentra a personas que son envidiadas por la mayoría por tener un puesto de trabajo ganado honrosamente de los que ahora se identifican como de los bien remunerados.

Asimismo, detectará a alguien que no para de hacer operaciones, a excepción de los hombres o mujeres de la caja que, como su nombre casi indica, hacen de cajeros autómatas. El banquero de mesa y silla tiene su tabla llena de documentos, la mayoría, reclamaciones.

Al banquero joven se le ve feliz a medias, porque cobra menos que su compañero de al lado, que le supera en edad, pero corre menos riesgo de ser invitado a la prejubilación. El banquero maduro ve peligrar su cargo por días.

La presión al banquero por parte de la entidad en la que trabaja es curiosa. Responde a un mismo protocolo. Comienza con llamadas de teléfono que se hacen con el fin de escanear su actividad. Dichas llamadas dan paso a una serie de correos electrónicos cargados de consignas y redactados desde el imperativo.

A unos y a otros les inquieta lo mismo, el despido. El banco juega con ellos sabedor de que ahora, en época de crisis, deben de sentirse unos afortunados. Con ese discurso los doma y somete. Algunos, los revotados, los que no quieren escucharles, son los primeros en entrar en la lista de posibles salidas.

Los obedientes también entran en ella, pero ocupan posiciones menos arriesgadas. A los veteranos, el banco, con su departamentos de recursos humanos a la cabeza, les presiona con prejubilaciones mal remuneradas. El banco no entiende de personas, entiende de números, que es lo que cree que son cada uno de sus empleados.

Al gran banquero se le olvida que para construir un gran banco hacen falta personas. Éstas son las que cuadran sus números. Las que, en ocasiones, en contra de sus principios, ofertan productos de dudosas garantías.

Al gran banquero se le olvida que son ellos los que dan la cara con sus clientes. Los que pierden el pelo, los que entran en depresión en el seno familiar, los que van a ir a la calle sin que se les sufrague lo que le corresponde.

A algunos de los grandes bancos, ávidos siempre de fusionarse con el que renquea, les llaman entidades solventes. Presentan balances con ganancias millonarias, aunque pocos parecen caer en la cuenta de lo que cuesta llegar a esos objetivos.

El panorama está previsto para que en la banca se produzca una desbancada, una gran desbancada. Algunos de esos grandes bancos amenaza a sus empleados apuntando que la cifra de salida puede llegar hasta las tres mil bajas. Luego le llaman grandes bancos, sí. Las narices.

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