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En el delicioso ensayo Humano, más humano, Josep Maria Esquirol nos recuerda que en los campos de concentración nazis y estalinistas a los prisioneros se les arrebataba el nombre en un ejercicio de violencia extrema y ello en tanto que -argumenta el filósofo- no habría mejor revelación de nuestra naturaleza que la del nombre, entendido como la pista que apuntaría hacia lo verdaderamente importante: la profundidad de lo humano. Por esta misma razón, concluye el catedrático de la Universidad de Barcelona, no querer dar nombre a un niño constituiría una maldición, una ignominia, pues su nombre se antoja como un refugio merecido, ya que alguien es alguien puesto que resulta ser merecedor de un nombre.

Es decir, nombrar a alguien supone reconocer su existencia, su dignidad como ser humano. Y ya se sabe que la dignidad -ese caminar erguido que nos hace personas- es uno de los fundamentos de los Derechos Humanos. Reconocer al otro -a la otra- es tanto como reconocerlo como sujeto de derechos.

Precisamente esta idea parece latir en la reciente y pionera resolución dictada por el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción nº 2 de Montilla (Córdoba) por la que se ha acordado inscribir en el Registro Civil a una bebé de 19 meses nacida en Argelia durante el tránsito de su madre, migrante camerunesa, hacia España.

Como razona el tribunal en su fundamentación jurídica, se trataría de ofrecer a la pequeña el trato que merece como ser humano digno y ello en tanto que, desde la simple óptica de los derechos humanos, nos encontramos a una niña que para el Derecho no existe, porque no ha sido inscrita. Casi parece un callejón sin salida: si la niña no llega a ser inscrita en España, no le será reconocida su personalidad jurídica ni, por ende, podrá ser sujeto de derechos, aun de los más elementales.

Resulta evidente que esta concepción, de pura Justicia, entronca con la conocida tesis defendida por la -cada vez más, afortunada y merecidamente, reivindicada- filósofa alemana Hannah Arendt del “derecho a tener derechos”, reflexión que se encuentra por vez primera en su imprescindible obra Los orígenes del totalitarismo, donde Arendt se ocupa, precisamente, de la precaria situación de las minorías y los apátridas, subrayando la pensadora de Hannover -luego exiliada a Estados Unidos-, que los regímenes totalitarios despreciaban la vida humana, considerando a aquellos que se habían quedado sin estado como entes superfluos, carentes del referido derecho a tener derechos.

Es más, otra de esas mujeres injustamente postergada, la escritora Gloria Fuertes, escribió un hermoso poema en el que el amor se relaciona, sin más, con el nombre de la persona amada: Ya ves qué tontería ,/ me gusta escribir tu nombre, / llenar papeles con tu nombre, / llenar el aire con tu nombre, / decir a los niños tu nombre, / escribir a mi padre muerto / y contarle que te llamas así. / Me creo que siempre que lo digo me oyes. / Me creo que da buena suerte. / Voy por las calles tan contenta / y no llevo encima nada más que tu nombre.

El nombre, por todo, como fuente de dignidad, como simiente de todos los derechos, incluso, el ingobernable derecho a ser amado o amada.

Así las cosas, decisiones como la del Magistrado del Juzgado de Montilla nos reconcilian con nuestra humanidad. Refrendan aquello de que el Derecho, como ocurre con la Poesía, puede ser un arma cargada de futuro, sobre todo para quienes más indefensos se encuentran. 

Y, por demás, no son ninguna tontería, son un ejercicio de algo más que mera legalidad, son pura Justicia Poética.

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