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Lo que debemos al contribuyente estadounidense
En el imaginario colectivo, el adalid del Estado mínimo y el libre mercado es, sin duda, Estados Unidos. Se trata de una percepción que simplifica en gran medida algunos aspectos importantes de la colaboración entre el sector público y la empresa privada en un país en el que, durante décadas, se han destinado grandes recursos a programas públicos de inversión en tecnología e innovación, programas que subyacen a su éxito económico presente y pasado. La verdad -nos guste o no- es que el mundo, al menos Europa, le debe mucho al contribuyente estadounidense; y no sólo por la financiación del gasto militar, en ocasiones polémico, sino sobre todo por su contribución en tecnología e innovación, menos comentada. Desde el acceso a internet, al sistema GPS, las pantallas táctiles, Siri, las energías renovables o el descubrimiento de nuevos fármacos, nuestra vida cotidiana se beneficia de fondos públicos aportados por contribuyentes norteamericanos que han sido previos y han servido de trampolín a las inversiones privadas. Según parece, el sector público de China, viene recorriendo caminos similares.
Sin embargo, la ideología neoliberal viene promoviendo desde hace más de cuarenta años privatizaciones y externalizaciones de servicios públicos bajo el paradigma del Estado mínimo. Una lección clave de las crisis, especialmente de la covid-19, es que la intervención gubernamental solo es efectiva si el Estado tiene ya asignadas las competencias correspondientes para actuar, porque ya las viene desarrollando. Los gobiernos, lejos de limitarse al papel de corregir los fallos de mercado y de externalizar servicios, deberían invertir en crear áreas cruciales que sean poderosas, como la capacidad productiva, las competencias de contratación, las colaboraciones público-privadas que sirvan genuinamente al interés público y el conocimiento digital y de datos, al mismo tiempo que se protegen la privacidad y la seguridad, tal y como advierte Mariana Mazzucato en Misión Economía, 2021.
Ha sido la propaganda neoliberal la que nos ha llevado a pensar que son audaces emprendedores individuales los promotores de los avances tecnológicos señalados antes, cuando lo cierto es que los inversores rara vez se arriesgan a financiar una investigación básica sin saber qué resultado acabará procurando a largo plazo. Tales investigaciones suelen correr a cargo de agencias del gobierno y sólo cuando ofrecen resultados, “las empresas y emprendedores surfean la ola promovida por el gasto público del contribuyente norteamericano”, tal y como advierte Mazzucato en su obra de 2019, El Estado Emprendedor. Sólo entonces surgen empresas privadas como SpaceX de Elon Musk o Blue Origin de Jeff Bezos (Amazon), recurriendo al conocimiento tecnológico acumulado por la NASA y beneficiándose de los contratos de compra de la AAPP estadounidense. La economista citada se lamenta de que esas empresas no paguen impuestos suficientes, para compensar a la sociedad por sus ingentes beneficios facilitados en su origen por el dinero de los contribuyentes.
Los motivos por los que traemos esto a colación son fundamentalmente dos. En primer lugar, queremos poner sobre la mesa que la concepción del Estado que subyace a la dinámica descrita no es la de un Estado mínimo ni la de un Estado que se limita a corregir los fallos del mercado y a la provisión de bienes públicos. Al Estado se le encomienda la creación de sectores totalmente nuevos, como internet, nanotecnología, biotecnología y energía limpia, ir a la Luna, luchar contra el cambio climático y un largo etcétera. Según Mazzucato, esto implicaría, por un lado, empoderar al sector público para dirigir el cambio tecnológico de manera inclusiva hacia una prosperidad compartida (Acemoglu y Johnson en Poder y progreso, 2023); y, por otro, abandonar los parámetros de evaluación gerenciales y cortoplacistas propios del sector privado para evaluar el gasto público. Frente a la concepción reactiva del Estado, lo que interesa al ciudadano es la proactividad, la capacidad del Estado para adaptar y promover los cambios dirigiéndolos hacia el bien común y no hacia el interés de unos pocos. Por cierto, Elon Musk ha declarado justo lo contrario, pues según él se debe gestionar la Administración Pública en USA como si de una empresa se tratase. Por último, tendríamos que admitir que las organizaciones públicas pueden fracasar y no tener siempre éxito, sin que ello sea óbice para desplegar políticas de evaluación del gasto público.
La segunda razón se relaciona con los principales mensajes de Donald Trump en las recientes elecciones de EEUU, como han sido el rechazo a la inmigración, el proteccionismo, el eventual abandono de la OTAN, el negacionismo climático y la reducción de impuestos. Cualquiera de estos mensajes merece una discusión en profundidad; en este caso nos detendremos en el último, por el riesgo de emulación y la influencia que la triple A (Aznar, Aguirre y Ayuso) tiene en el seno del Partido Popular, con efectos sobre otros prebostes como Moreno Bonilla o Carolina España, aquí en Andalucía. El problema fiscal en España no está en el gasto público sino en los ingresos públicos, básicamente soportados por la contribución de los trabajadores y las pequeñas empresas; así lo han puesto recientemente de relieve Carlos Cruzado y José M. Mollinedo, Técnicos de Hacienda, en Los ricos no pagan IRPF, 2024.
La Unión Europea y con ella, España y Andalucía, además de tener pendiente una mejora sustancial en cantidad y calidad de los servicios públicos y de las infraestructuras, tiene que efectuar la transición verde y la digital de manera inclusiva. Para ello son necesarios los impuestos; y puesto que a todos nos debiera interesar acercarnos a una sociedad más igualitaria, la función redistributiva del Estado pasa por no rebajar los impuestos a los más pudientes, todo lo contrario a lo que se ha hecho en Andalucía con sucesiones, patrimonio y actos jurídicos documentados, impuestos a los que no accede la mayoría de la población. La Consejera Carolina España ha celebrado recientemente la mayor recaudación de la historia gracias, supuestamente, a tal política fiscal, omitiendo que el incremento en la recaudación se ha debido, junto con la deflación del IRPF, a la reforma laboral y a la excepción ibérica en los precios de la energía, medidas que el Partido Popular no votó; y, según vemos, lo recaudado no se ha traducido en una mejora de los servicios públicos fundamentales como la sanidad, la educación y la ayuda a la dependencia. Por el contrario, los impuestos, en la línea de Mazzucato, no sólo deberían servir para redistribuir la riqueza, sino además para crearla.
Para disfrutar de bienes y servicios públicos de calidad, hacen falta impuestos; para la creación y mantenimiento de infraestructuras, hacen falta impuestos; y si queremos que el Estado investigue e innove, para que pueda crear riqueza, hacen falta impuestos. Tal y como apuntaba Katharina Pistor en EL PAÍS NEGOCIOS hace unos días, la alternativa es correr el riesgo de externalizar nuestro futuro al sector privado, cuyas innovaciones, puesto que conllevan derechos de propiedad y beneficios, no pueden estar al alcance de todos.
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