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Estatua de Rodrigo de Varo y Antequera, que fue alguacil de la Inquisición en Aguilar.

Blogópolis Opinión

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A la banda sonora de mi vida, le han otorgado el premio princesa de Asturias y como a muchos de mi edad, la música me transporta a mi adolescencia y la letra a lo más hondo de mi ser. El trovador que la ejecutaba y la sigue ejecutando es el cantautor Joan Manuel Serrat. 

Lo digo porque partí con 17 años de mi pueblo blanco dentro de la campiña sur cordobesa (de cuyo nombre no quiero acordarme -al final lo comprenderán-) con un hatillo que portaba toda la ropa civil que iba a necesitar en 20 meses de servicio militar. Atrás se quedaron el cura, el sacristán (que aún vive), el cabo y aquellas, pocas, que tras los visillos soñaban con el hombre joven y fuerte pa'ser su señor y tierno para el amor. Salí cantando quiero ser feliz lejos de casa. 

Empaté el voluntariado aquel que me permitió obtener la mayoría de edad, cuatro años antes, con un trabajo fijo bien remunerado. Ocho horas y media en la carga y descarga de sacos que a veces superaban los 30 kg. Allí empecé a tener conciencia de clase y allí aprendí que después de cumplir con las obligaciones tenía voz y voto para las reclamaciones.

Al mismo tiempo alejado de mi cuna pronto comprendí el verdadero significado de aquello de que “(...)nada [era] más amado que lo que perdí” y todo aquel pensamiento que se refiriese a mi pueblo milenario quedaba grabado a fuego en aquel rinconcito tramposo de la nostalgia.

Tardé años en comprender que aquellos momentos de felicidad nada tenían que ver con el lugar, sino con el tiempo y la visión que de niño tení sobre todo lo que me rodeaba. Al darte de bruces con la realidad, constaté que los lugares no son los mismos que antaño y sobretodo, tú tampoco. Es ahí cuando sientes que no eres ni de aquí ni de allá y que estás siempre en tierra de nadie. Aún así y después de casi 50 años, el corazón manda y la memoria olfativa me indica, nada más aproximarme, en qué estación del año estoy si me inunda el humo de los sarmientos quemados, el de las hojas húmedas caídas, la del aceite de verdeo primero, la de los mostos fermentados, el de los vinos finamente elaborados. Todos ellos forman parte de mí aun. 

Por entonces en mis viajes vacacionales, además , procuraba dejar constancia con mi cámara, de aquellos rincones que formaban parte de los años felices. Entre otros muchos, aquel penitenciario pintado de azul, lleno de ángeles junto a un torno, cadena y campana incluida, desde donde podían oírse cantar a las hermanas Carmelitas Descalzas. Aquel lugar inalterable por el tiempo dejó de serlo por un minúsculo detalle perceptible solo por aquel que lo memorizó todo. Corría el año 1985 y ese entorno que daba acceso al torno ya no era el mismo. El portalón del convento sí, pero la cruz como antesala, que simbolizaba los caídos por el bando azul, no. La punta del brazo derecho estaba rota como consecuencia del intento por arrancarla de cuajo. Por entonces ya conocía la historia de nuestras mujeres rapadas, defecando por la ingesta de aceite de ricino, arrodilladas y obligadas a rezar bajo esa cruz por haber sido madres, hermanas o compañeras de aquellos “viles criminales” denominados demócratas y por entonces también ya tenía conciencia de cómo el nacionalcatolicismo (“Los macarras de la moral”) había secuestrado no sólo los símbolos sino además las enseñanzas, en sus evangelios, de aquel Profeta, que sirvieron de base a León Tolstói para influenciar en la Revolución Bolchevique.

Ante aquella imagen, nueva y pasada desapercibida por muchos, situé mi trípode, mi cámara y mi cable a distancia para dejar pasar poco a poco por el objetivo lo que mi mente quería plasmar aquella fría noche, de tal manera que se pudiera apreciar la cruz con el pico del brazo roto ante la tenue luz del farol sobre la puerta de servicio al Convento. Algo así como: cruz=guerra, convento=paz, era mi idea a plasmar. 

Ese mismo año o al principio del siguiente, el Ayuntamiento, con mayoría del PCE, convocó un concurso de fotografía. Entre otras presenté con orgullo la mía con el título “OTAN?” aprovechando que se convocaba en 1986 un referéndum con tres condiciones que resultó ser el mayor fraude de la historia de esta dictadura con apariencia de democracia tipo Huxley. Un referéndum afín a los de “Corren buenos tiempos para los mismos de siempre”

No sé cómo, pero a mis oídos llegó el calificativo del “jurado del pueblo” con distinción honorífica: “Facha”.

Pasados los años empecé a sentirme orgulloso al saber de una Organización que significaba y dignificaba a los represaliados y a sus familias, situando el nombre del pueblo (de cuyo nombre aún no quiero acordarme) entre los primeros de España en hallar las fosas, identificarlos y darles digna sepultura con sus familias a todos aquellos asesinados por defender la democracia. Se cumplía pues con el objetivo: Verdad, Justicia, reparación y no repetición. 

Mi orgullo patrio no cabía en mi pecho y en unos de mis viajes localicé al Presidente de esa Organización para presentarle mis respetos, agradecerle su labor y en particular darle las gracias por haberme devuelto a mi pueblo blanco.

La Ley de Memoria Histórica además hizo que saliera de aquel entorno monástico aquella cruz que nada tenía que ver con la Cruz original de hace más de dos mil años, signo de devoción para miles de millones.

Fué entonces que aquel rincón, huérfano de odio ya, se convirtiera en un lugar “sagrado”. 

Pero la retirada y ausencia de aquel símbolo para los votantes/feligreses del partido que regentaba la corporación con mayoría absoluta (con Concejalía ya de Memoria Democrática y todo) no era del agrado de todos. Para paliar la situación y de paso recuperar los votos perdidos se decretó incorporar en el lugar otra Cruz de manos de uno de los mejores artesanos de la comarca, capaz de modelar el hierro cuan plastilina y llevarlo a términos insospechados. En memoria, por tanto, de las Cofradías y Hermandades se situó esa nueva Cruz.

Pero, alguna o algún erudita/o pensó que se debía ir más lejos aún y se encargó a otro artesano sin parangón el busto de aquel que indujo a la construcción del Convento de las Carmelitas Descalzas y al hospital de pobres: un alguacil del “santo” oficio, un alguacil “bueno” de la “santa” inquisición. De tal manera que se pudiera apreciar la vara de alguacil y la cara que tenía el “santo” varón. Algo inevitable si el trabajo se encarga a un perfeccionista modelador como ese.

Ante tales hechos, algunos, muy pocos, levantaron la voz, en mi caso fue un amago (fuí censurado automáticamente) y salieron eruditos e intelectuales varios banalizando el mal sin que hubiese notarias tipo Hannah Arendt que levantase acta del vil atropello. “Sólo un ignorante sería capaz de mirar el pasado con los ojos del presente” fué la consigna. En realidad, solo un ignorante es capaz homenajear el pasado genocida con los ojos del presente mientras repite la consigna primera. Sólo un ignorante es capaz de olvidar los 11 métodos de tortura y aniquilación del “santo” oficio o de la “santa” inquisición (copiados por los nazis) como aquel denominado “La sierra”: uno de los más brutales.

Sólo un ignorante es capaz de argumentar lo oportuno que resulta rendir honores (en el siglo XXI) a un miembro de una organización asesina junto a un convento de Carmelitas Descalzas, sin saber que su última víctima fue una religiosa ciega llamada María de los Dolores López, hermana de un sacerdote y de una carmelita descalza.

Entenderán pues como volví a ser huérfano de pueblo cuyo nombre ni me quiero ni me puedo acordar. Si quieren saber de él pueden localizarlo fácilmente, junto a lo que se supone es el edificio donde se imparte justicia hay un cartel de más de ocho metros donde se reclama JUSTICIA para Angelines Zurera 16 años, y 9 meses después de su desaparición. Mientras tanto... por sus callejas de polvo y piedra, por no pasar ni pasó la guerra, sólo el olvido, camina indemne su cruel asesino.

Joaquín Navas Cabezas

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