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Adventus y triunfo en las procesiones de Córdoba

Antonio Monterroso

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En Roma, por varios segundos, existió un instante donde un imperator (general al mando de legiones) se igualaba con Júpiter Óptimo Máximo. Era la ocasión en la que, tras la procesión triunfal, miraba frente a frente con la corona de laurel en su cabeza al Júpiter Capitolino en santuario romano más importante. Acto seguido deponía tal corona a sus pies, disolvía las legiones y volvía a vestir la toga, como era obligatorio dentro de la ciudad. Así sucedió durante siglos. Así lo hicieron desde Fabio Máximo a Claudio Marcelo, desde Pompeyo y César hasta el mismo Augusto.

imperator

Sin embargo ese tiempo un día cambió. Aquella procesión triunfal que entraba a Roma desde las afueras y acababa llegando al Capitolio, aquel gentío militar entre palco y parihuelas, que recorría las calles de la ciudad y sus principales monumentos, dejaría de tener sentido llegado el inicio del s. V. d. C. Un nuevo dios reclamaba atención, un nuevo Júpiter lejano, custodiado bajo otro santuario triunfal allende el Tíber, en el Campo Vaticano. Construido sobre el Circo de Calígula, en el trazado mismo de la misma Vía Triunfal, yacía un apóstol bajo un arco toral, el primitivo arco precedente al altar de la gloriosa Basílica de San Pedro. Ese arco que hoy es un trono de bronce construido por Bernini y llamado baldaquino.
En el año 403 d. C. el emperador Honorio hacía el camino contrario a sus predecesores. Salía del antiguo foro para dedicar visita al apóstol. El camino cambiaba su sentido. No era ya el militar al que el senado le concedía el derecho a triunfar y a desfilar procesionalmente por la ciudad hasta el mismo corazón sacro de ella. Era el propio emperador cuando venía a Roma (adventus), y el mismo senado, el que abandonaba el centro cívico y perímetro político de la ciudad para ir a visitar, nueva devoción, a un ser que cada vez era mayor: el Apóstol. Ese daimon, ese genio, que guardaba las llaves de la gloria y el cielo. Esa es la mayor mutación de la Historia de Roma, y el inicio de su “fin”. Roma deponía su tradicional actitud como cuerpo cívico aunado para adoptar una postura de interacción personal. En verdad, ese es el verdadero triunfo del cristianismo antiguo: explotar el bloque, sustituir la responsabilidad cívica como sociedad por la culpa personal y, por supuesto, administrar la redención. “Si no, como un judío cualquiera, nada a los ojos de Roma, podría haber vencido a todos los Augustos….” le escuché a Antonio Alvar un día. El Prof. Alvar, de religiones antiguas, sabe bastante. No se me olvidará.

adventusdaimongenioSi no, como un judío cualquiera, nada a los ojos de Roma, podría haber vencido a todos los Augustos….

Ese recorrido del emperador Honorio tenía un mayor sentido. Erigirse un mausoleo funerario justo en el transepto de la antigua basílica. Enterrarse junto al apóstol pescador. Ya no en el Campo de Marte, donde los emperadores. Ya no más. Ahora decidía hacerlo donde los nuevos dioses, en plena basílica Vaticana, junto a los Pontífices Máximos, el único agente cultual que hoy subsiste de la Roma Imperial.
Poco a poco, apóstol y emperadores circundantes atrajeron devoción. Atrajeron procesiones. Fruto de ello fue la construcción de pórticos y palcos para acoger estas peregrinaciones que tenían ya, como culmen final, la Basílica Vaticana. Palcos, estaciones, devoción y final: el crucero, el altar, de la misma basílica.  Valentiniano III, Gala Placidia, Teodorico, Carlo Magno…Les cito un trabajo del Prof. Paolo Liverani pinchando aquí para mayor detalle. Y otro mío pinchando aquí, sobre las procesiones paganas de Roma, por si gustan.

aquí

En Córdoba, un día, las procesiones cristianas ocuparon el centro cívico de la ciudad, la calle Capitulares y la Plaza de las Tendillas, allí donde el senado local se desplazaba para rendir pleitesía a la polisemia de divinidades que durante una semana pasaban por delante. Allí la ciudad abandonaba su ser de ciudad, dejaba transfigurar su hábito y centro cívicos y, por fin, se subordinaba, no importa el signo político, a ese adventus religioso configurado en forma de procesión triunfal.

adventus

Sin embargo, el triunfo no estaba completo. Años antes de Honorio, Constantino había permutado el punto final del triunfo pagano. Había cambiado el templo de Júpiter, en el que ya no creía más, por la basílica y la curia. Había hecho que la procesión triunfal depusiese su gloria ante la sede del pueblo, el Senado, y no ante Júpiter. En Córdoba faltaba dar el paso del emperador Honorio, acudir a la verdadera sede del triunfo, o a la que lo administra, al lugar del nuevo dios; en este caso situado sobre ese otro recinto triunfal que es la Mezquita de los Califas. Y por eso las procesiones prefirieron un ámbito más angosto, menos poblado, más oscuro y menos efectista, la Judería, en detrimento de aquel lumínico, amplio y fastuoso del centro. No es la ciudad la que manda, es el triunfo.
            Aquellos dos arcos que se disponían en el nuevo camino de los emperadores al Vaticano, sin quererlo, pueden pensarse en el arco pensado para otro emperador: el de Felipe II, mal llamado puerta del Puente, bajo el que pasan las procesiones. Aun así, este arco, en la nueva liturgia cordobesa, tiene bien poca importancia.
            Mayor importancia litúrgica tienen los arcos perimetrales del recinto, del témenos sagrado de la Catedral (en estos días lo es preponderantemente Catedral). Entre ellos, destaca el arco de la puerta del Perdón bajo la torre. Perdón, indulgencia, caridad, redención a costa de actitud, porque entramos en el paraíso. En ese paraíso giran las procesiones hasta que por un arco ganado al templo, el de la famosa celosía de Felix Hernández, consiguen entrar en la verdadera catedral y alcanzar la cátedra y el altar. Allí reside el culmen de su recorrido, en la gloria de la Cátedra del Obispo (Apóstol) y el Altar. Y tras ello, no se plantean salir, se plantean seguir.
En ese momento, aunque parezcan salir al patio, en realidad entran en la Gloria. Y lo hacen por el arco más importante de todos, el de la Puerta de Las Palmas, o del triunfo, las palmas, como el laurel, son iconos inequívocos de ello. A los lados de esa puerta, un antiguo canónigo y erudito dispuso dos miliarios romanos de la misma milla de la Vía Augusta, pero de distinta fecha. ¡Es un milagro que una misma milla se restaure y encima que se recuperen los miliarios! Uno, el izquierdo según se mira a la Puerta de Las Palmas, es de los años de Augusto contemporáneos al nacimiento de Cristo. El otro, a la derecha, reza fecha consular de Tiberio por los años de la Pasión de Nuestro Señor. Este es el año del nacimiento, este es el año de la Pasión, queda escrito en un bonito latín cuadrado barroco por debajo de latín antiguo.

Este es el año del nacimientoeste es el año de la Pasión

Ese es el verdadero arco triunfal, similar a las palmas triunfales del antiguo arco vaticano que marcaba la redención entre la tierra y el cielo, gracias a la Pasión de Cristo. Ahí es cuando las procesiones comienzan a dar la vuelta.
La de tiempo que llevaba esto guardado en mi ordenador....
Quizás no nos demos cuenta, pero nada pasa por que sí, en ninguna historia. O todo puede explicarse desde ella. O todo sigue siendo una misma parte de ella. Entre Honorio y nosotros, de verdad, que no ha pasado tiempo. En términos de tiempo histórico. Entre medias, palcos de pago, gritos, pipas, niños sueltos, móviles y procesiones. Nada que no conozcamos de antiguo. Nos falta el “César, recuerda que sigues siendo un hombre”, de aquel esclavo que acompañaba al gran dictador en el carro triunfal.

César, recuerda que sigues siendo un hombre

En Córdoba, ese nuevo recorrido triunfal comporta, de nuevo como en el centro, palcos de pago y negocio con la fe. Conlleva sin embargo que la gente que tiene devoción no pueda ver si no paga, o que se le tape. Obliga, esto es novedad, a que los fieles devotos que lo sienten no puedan ir detrás de su paso por la zona más principal. Colateralmente y sin remedio, y eso es lo que hay, utiliza la simbología del patrimonio público y desplaza al poder cívico de su liturgia, su sede y sus valores.
Todo ello por ese adventus triunfal, tan lejano normalmente a una estación de penitencia, en el que nos hemos convertido.

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