La sala de despiece
Las más de las veces el comensal -receptor- no sabe exactamente de dónde le viene el producto -mensaje- que alguien le ha enviado hasta su mesa -emisor-.
No conoce su origen, ni el canal de su viaje, qué código ha empleado y en qué contexto lo ha hecho.
Los estructuralistas nos fijamos en esas cosas porque creemos en el evangelio de San Jakobson Bendito, que en el cielo de la comunicación está escrito, y así nos va. Nos vamos manejando, pero no es ni mucho menos fácil.
A veces llegan hasta nuestra mesa albóndigas, filetes de hígado, mortadela con aceitunas, riñones, paté, salchichón cular, hamburguesas, sobrasada, callos, manitas, zarajos, oreja, rabo o careta.
Y está bien que eso sea así. Pero ¿cómo debo interpretar todo esto, todo este festín, todo este mensaje recibido, servido en la mesa, oído en la radio, leído en el periódico, escupido desde la tele del comedor...?
¿Me lo trago sin más o lo disfruto? ¿Lo aparto del plato cotidiano y me fijo sólo en la guarnición...?
Todo lo que me sirven viene de una sala de despiece. Lo que yo, carnívoro, siempre he elevado a la categoría de templo. Un lugar donde acólitos con botas impermeables empuñan afilados cuchillos ceremoniales y, con impolutas ropas blancas, depositan despojos de carne -que antes tuvo ese mágico hálito que llaman vida- en máquinas que trituran, pican y embuten.
Están limpios, realizan su labor en un adosado al matadero, pero ellos no usan el aturdidor, no sienten el estertor, no escuchan el último alarido. Están en medio de la cadena.
Son los chicos de los recados, mensajeros, pero a veces se creen también que son el canal, el contexto y hasta el código. Error.
Tú ya tienes las albóndigas servidas en el plato. Te las puedes comer o no.
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