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La Inma

Juan José Fernández Palomo

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En estos días azules (y aquel sol de la infancia) estamos celebrando el dogma de la Inmaculada Constitución. Ése que, gracias al aliento de la fe, nos recuerda que la Constitución no tiene mancha alguna, es prístina y purísima porque así la concibieron sus sacrosantos padres: Cisneros, Fraga, Solé Tura, Roca i Junyent, Pérez Llorca, Herrero de Miñón y Peces Barba.

El dogma nos dice, además, que la Constitución no tiene madres. Constitución patriarcal, pues. No parida por mujer (los dogmas son así, mágicos a su manera).

Siete fueron sus padres redactores-conceptores como siete fueron los sabios de Roma, siete novias tuvieron aquellos siete hermanos, siete brazos tiene el candelabro judío, siete son los pisos de un zigurat, siete cachete, ocho bizcocho (el 7 tiene magia, tiene “baraka” -como dicen nuestros hermanos musulmanes-, es cabalístico: compren décimos de lotería con el 7 después de hacer pucheritos viendo el anuncio).

Ese dogma fue revisado un poquito en el año 92 (Cobi, Curro) tras el Concilio de Maastrich y, luego, con alevosía, en el año 2011, cuando los popes Zapatero (del que casi nadie se acuerda) y Rajoy (al que muchos soportan) le pusieron típex al artículo 135 de la santa Constitución y garabatearon algo encima.

Sin embargo, el dogma de la Inmaculada, así a secas, se remonta al año 1854 cuando se decide que, cientos de años antes, una señora por tierras de Palestina, parió a un niño sin necesidad de haber sido inseminada por varón alguno (¿ultramatriarcado? Puede ser). El caso es que eso no lo decidieron arqueólogos, antropólogos o biólogos, sino unos señores que vestían raro (¿patriarcado con faldas? Puede ser).

En fin, disfruten de esta celebración hasta que en el calendario se fije como festivo el Día de la Inmatriculada Apropiación que, a este paso, ya queda poco.

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