El estado de la ciudad
Entiendo que se celebre un pleno municipal sobre el estado de la ciudad tanto como comprendo que no sirve para nada.
Es una especie de protocolo nihilista. Estas cosan suceden.
El estado de la ciudad se mide en los bares del barrio, en las peluquerías, en las puertas del cole y en los parques donde trotan los disfrazados por Decathlon y corren los perros sin bozal.
Y, así las cosas, el estado de la ciudad no está mal. Las cosas funcionan porque la gente hace que funcionen: el perro ladra, los niños corren, los runners run y te ahorcan el cuatro doble si te descuidas.
El estado de la ciudad, según el protocolo del salón de Capitulares es otra cosa: la oposición siembra el caos, el apocalípsis y la esclerosis múltiple; el gobierno, mientras, habla de logros, progreso y grandes esperanzas. Mientras, los que no opositan ni gobiernan, siguen en su media res habitual.
Si a mí me diera por exiliarme, no iría a Bélgica -no me gustan los mejillones en salsa, ni las coles de Bruselas-; yo me iría al Vaticano, una ciudad-estado donde el debate se centra en cosas importantes como quién se encarga de limpiar las gárgolas de las cagadas de paloma en la plaza de San Pedro o si los miembros de la Guardia Suiza deben seguir vestidos como el Boca Juniors y tener tan mala leche.
Las cosas que importan, en definitiva. Tan sencillo como eso.
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