Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.
Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.
Sin memoria no hay identidad y sin ella, por tanto, dejamos de ser quienes somos. Aunque continuemos respirando, aunque nuestro cuerpo se mantenga, a duras penas, en pie. De la misma manera que cuando cualquiera de nosotros pierde el hilo del pasado se sitúa en una especie de limbo, de deriva o de naufragio, también en el ámbito colectivo la ausencia de memoria nos convierte en una comunidad frágil. En un grupo cuyos vínculos corren el riesgo de deshacerse o, lo que es peor, de ser engullidos por quienes solo miran el presente con ánimo depredador. Vivimos un mundo en el que todo parece empujarnos al presentismo y a clausurar no solo nuestra memoria sino también nuestra capacidad de imaginar el futuro. De ahí que en él no tengan cabida los viejos y las viejas. Una expectativa cruel que nos condena a todos y a todas, salvo que la vida nos abandone antes de llegar a ese momento en que dejaremos de cotizar en el mercado.
En el amor también hay mucho de memoria, de casa construida por quienes se aman, de álbum de fotos y de primera persona del plural. La memoria y el amor comparten el tejido lento, laborioso, de quienes se cuidan. Tener memoria y amar son dos formas de cuidar y de cuidarse. Lo que nos salva, como cantaba Battiato, de las corrientes gravitacionales. Justo estas conexiones son las que nos muestra la bellísima película La memoria infinita, de la chilena Maite Alberdi. Después de haberse adentrado con mirada tierna y divertida en la vejez en su imprescindible El agente topo, la directora se entromete en la intimidad de una pareja justo cuando él empieza a sufrir los efectos más devastadores del Alzheimer. Una pareja compuesta por dos personas de referencia en Chile. El, Augusto Góngora, un célebre periodista que tanto peleó contra la dictadura de Pinochet. Ella, Paulina Urrutia, una actriz que llegaría a ser Ministra de Cultura en el gobierno de Michelle Bachelet.
Aun con el riesgo de caer en una cierta pornografía sentimental, la película nos hace testigos de cómo la pérdida de memoria se convierte en el puñal que va rasgando lentamente y sin demora las vestiduras, y cómo esa especie de retorno del ser a una especie de estado que casi podría ser el del nasciturus, convierte a ese hombre comprometido y activo, lector y amante, en una sombra que no deja de darse cabezazos contra la pared. Una sombra que ya no se reconoce, que proyecta miedo sobre sí misma y que va haciendo que en este caso Góngora no recuerde siquiera lo mucho que amaba la vida. Un proceso de cicatriz creciente que nos sacude cuando comprobamos cómo busca a los amigos que no están y cómo llora ante el temor de perder sus libros. A su lado, Paulina, la Pauli, la cuidadora que sostiene y escucha, que va sintiendo la herida cada vez más grande de la pérdida del amado, que siempre tiene una sonrisa dispuesta pese a que con frecuencia tenga que escapar de cámara para llorar. El eterno femenino.
La historia de la Pauli y Góngora, que es también una película sobre la centralidad política de la memoria, acaba siendo en manos de Maite Alberdi una de las más bellas historias de amor que yo recuerdo del cine reciente. De ese amor que, lejos de los mitos románticos, se respira en una casa común, en los libros compartidos, en ese alma, que como dice Augusto, es la de dos. Esos peces que, como en la canción de Juan Luis Guerra, aún en la vejez, hacen burbujas de amor y pasan las noches en vela. De ahí la importancia de que cada uno no olvide quién es el otro. De ahí el miedo de Góngora y la angustia de Paulina. Todas estas emociones, que con frecuencia duelen al espectador, están contadas en este documental sin artificios, a lo cual ayuda mucho que sea la propia protagonista la que, durante el período de la pandemia, grabara de manera torpe las imágenes que ahora vemos en la pantalla. Esa torpeza, que es verdad, nos acerca todavía más a esa conversación cada vez más rota que enuncia el deterioro de la cabeza y la fragilidad penosa del cuerpo.
Todos estos ingredientes, que podrían haber dado lugar a una película no solo pornográfica sino también tristísima, consiguen en manos de la directora, y claro está de sus dos protagonistas, convertirse en una lección de vida. Yo diría que una lección optimista. En un aprendizaje tierno, divertido por momentos, emocionante siempre, de muchas de esas dimensiones de lo humano que todavía hoy no nos atrevemos a mirar de frente. En una descripción honesta de un amor que todos y todas querríamos vivir, ese que, como explica la canción de Fito Páez “Un vestido y un amor”, una de las muchas que identificamos en la banda sonora, se traduce en luces que se encienden en el alma y en un rescate cuando nos perdemos en la ciudad.
Sobre este blog
Padre imperfecto, primo hermano de Orlando, feminista en construcción, jurista nómada, cinéfilo “aguafiestas”, además de egabrense y catedrático de la UCO. Llevo años estudiando desde el punto de vista jurídico, pero no solo, los problemas y los dilemas de la igualdad. He publicado libros como El hombre que no deberíamos ser, Autorretrato de un macho disidente o John Wayne que estás en los cielos. Empeñado en mirar con lentes feministas, a lo Siri Hustvedt, la realidad y su reflejo en las pantallas, me quedé tocado cuando vi Thelma y Louise en el Cine Isabel la Católica.
Todavía hoy, mientras releo a Virginia Woolf, sueño con escribir un final distinto para la historia. Mientras llega ese happy end, no dejo de ver películas en las que busco las respuestas que no me ofrecen ni el Derecho ni Boyero. Imaginando un mundo con menos palomitas y más conversación.
0