Una casa es un espacio de memoria y de secretos. Las grietas que a menudo recorren sus paredes se asemejan a gritos que quedaron prisioneros por debajo de la pintura. La cocina, los pasillos, los dormitorios, las puertas que dan al jardín, son pasadizos que llevan a lo no dicho y a las ausencias. Un taburete que cae, una cuerda que se tensa. Hay mucho del dolor de las mujeres en todas las casas como también del no-estar de los padres. Anatomía de un reparto desigual sobre el que llevamos siglos teorizando, escribiendo novelas y haciendo películas. Un artefacto de emociones y furias que acaba proyectándose en hijos y en hijas que, a menudo, devienen monstruos o arrastran una larga cola de secretos, agujereada por insectos que necesitan sangre para sobrevivir.
La última película de Joachim Trier, del que había visto la a mi parecer sobrevalorada “La peor persona del mundo”, recrea un drama familiar con indudable sabor nórdico en una casa con un padre ausente, una madre que está pero de la que solo conocemos el rastro de su muerte y dos hijas que, de diferente manera, arrastran un duelo que nos confirma que la infancia es a veces un lugar de terrores. El hecho de que el padre sea en este caso un viejo director de cine empeñado en hacer una obra testamentaria, algo muy habitual en los varones geniales que no saben claudicar de la importancia, y de que una de la hijas sea una actriz, que no por casualidad se llama Nora, y que sea en el teatro donde vuelca todos sus fantasmas, llevan a Valor sentimental a un territorio muy sugerente en el que se nos plantea cómo vida y ficción son uno: la eterna representación de las heridas que somos. Pese al metraje excesivo, y a una cierta languidez que roza una frialdad excesiva, Trier consigue una función casi perfecta, como una enorme casa, tan protagonista, en la que vamos abriendo y cerrando puertas, desvanes y sótanos, en un ejercicio de búsqueda de lo que la familia alimenta y quita. En este sentido, Valor sentimental, estrenada al principio de diciembre, bien podría ser la antítesis de esas películas navideñas que nos saturan desde las televisiones con sus árboles con luces y sus familias risueñas. En este caso, y con la precisión imperfecta de un bisturí titubeante, el que siempre maneja el creador que se mueve entre la razón y la emoción, el director nos adentra, como quien no quiere la cosa, en un universo de carencias y débitos que, sin embargo, acaban sanando, cine mediante. Sin ir más lejos, las hermosas escenas que nos llevan hacia el pasado son siempre como una mirilla por la que vemos las grietas de la casa, no las cenas con sopas calientes y tartas de zanahoria.
Si Stellan Skarsgård transmite con toda su potencia, no solo física, el peso inestable de ese padre tan genio y tan solo sin embargo, tan incapaz como buen hombre de ir más allá de los sabios guiones que escribe, son sin duda las dos actrices que interpretan a las hijas las que convierten esta película en un recital interpretativo que justifica los 135 minutos de la cinta. Inga Ibsdotter Lilleaas y y, sobre todo, la estupendísima Reinate Reinsve, nos regalan algunos de los momentos más hermosos y emocionantes del cine reciente, además de escenas arrebatadoras como las que nos muestran a una Nora actriz de teatro que parece un personaje de Ibsen a punto de colgarse de una de las cuerdas de la tramoya. Frente a ellas, la actriz americana y exitosa que interpreta Elle Fanning, puro Netflix, no sea sino una especie de cáscara vacía, incapaz de aprenderse todo lo que el padre de Nora ha escrito entre las líneas de su último guion. Las tres, pese a todo, no dejan de tener ese esqueleto un tanto misógino del creador hombres que las mira como sujetas a las que cuesta imaginar como autónomas.
Valor sentimental, que tiene además una bellísima banda sonora y que por momentos nos recuerda a una mezcla de Bergman y Allen, es de esas películas que crecen cuando uno las recuerda y ata todos los cabos sueltos que andaban por la casa en la que seguramente hemos habitado muchos de nosotros. Y es justo en ese día después cuando acabamos certificando la capacidad del cine, del buen cine, para entender y entendernos. Para leernos desde las heridas que son las que nos hacen sujetos. En fin, el valor emocional de los cuerpos en danza y la libertad que supone dejar vacía esa casa que nunca podríamos, que nunca deberíamos, volver a habitar.
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