Érase una vez Guadalcázar...
Érase una vez el colegio más divertido de la historia. Este colegio estaba en el pueblo cordobés Guadalcázar, y yo era una de sus alumnas. Ana Muñoz Guerra me llamo, o “la Currillona”, por mi padre Curro. Pero así sólo nos dicen a mis hermanas y a mí los del pueblo. Pues eso que estaba diciendo, que yo que no era muy de querer ir al colegio, mis hermanas las otras dos sí, recuerdo a base de carcajadas lo bien que lo pasábamos allí.
Nací en el treinta y seis, fíjate si ha pasado tiempo, y aún así soy capaz de enumerarte por nombre y apellidos a casi todos los niños y niñas que iban a las clases en mi tiempo. Claro, entonces no eran tantos los chiquillos, y estábamos todos medio revueltos. Pero vaya, que tengo una buena memoria. Fíjate, las señoritas Anguiano, Sofía y Mercedes, jovencitas y solteras, se apañaron para dirigir el centro con una maestría ejemplar. Las mujeres de aquellos tiempos.
Teníamos clase mañana y tarde, y el resto del tiempo nos lo pasábamos jugando. La comba, la piola, el aro, el junquillo. Nosotras jugábamos como los nenes. El jincote era para los días de lluvia. Como las calles eran de tierra, con el agua se hacía barro y tirábamos una barra de hierro grande, “¡pom!” a ver quién lo clavaba mejor, “¡pom!”. Y no sé qué decirte, si ganaban la fuerza o la maña. Íbamos también a ver los arroyos con unos zancos porque se atascaban los pies allí. ¿Las latas de leche condensada? Hacíamos un agujero en el centro, le metíamos dos cuerdas, y allá que caminábamos. A ver, ¿en qué otra cosa vas a pensar en la infancia? Nada más que jugar y pasártelo bien.
Más que ir al colegio, a mi me gustaba estar en mi casa. Yo era la chica de las tres: mi Antonia que me lleva siete y mi Dolores que me lleva tres. Ellas no faltaban ni un día de la escuela pero yo pasaba en casa a lo mejor dos o tres días, o los que fueran, y a la vuelta, cuando me preguntaban las maestras, yo les decía que le había hecho falta a mi madre, “La falta que le harías tú a tu madre”, me reprochaba con razón la señorita Mercedes. A pesar de todo, recuerdo aquel colegio con mucho cariño. Es una de las cosas en las que pienso y veo más claras de mi pasado.
El día de San Luis, que se llamaba el padre de ellas, organizaban una Feria, una Feria muy bonita. Lo decoraban todo, no les faltaba detalle alguno. Entonces lo que nos daban no eran notas ni nada, pero según te había portado en el colegio, no faltar a misa y todas esas cosas, te daban unos vales. Tú esos vales los guardabas y los utilizabas cuando llegaba la Feria. Ponían a una chiquilla vestida de gitana, o lo que fuera, vendiendo altramuces, otra la ponían para vender libros usados, de cuentos o lo que fuera, y tú comprabas aquello según los vales que tú tenías. Adornaban como si fuese una feria. Ya te digo, no le faltaba detalle. ¡Hasta la Casa del Infierno tenía la Feria! La Casa del Infierno era que entrabas por una puerta y salías por otra, dentro esperaban dos disfrazados y escobazo va, escobazo viene. ¡Salías toda espeluznada! Pero te hartabas de reír.
También participaban mocitas que ya no estaban en el colegio pero se seguían llevando muy bien con las maestras. Había una graciosísima, la Isidorita, que montaba con otra un puesto de vender agua. Colocaban sus arreos a un lado del patio, debajo de un naranjo grande que decoraban ellas mismas, y “Aaaaagua fresca del barrancooooo”. Tú ibas, le decías “Dame un vaso de agua”, te lo daban y te cobraban unos céntimos, muy poquillo. ¿Y qué más vendían? Muchas cosas porque el patio era muy grande y estaba todo lleno. Los vales a lo que te llegaba, según te hubieses portado, ¿sabes?
Otra cosa era la de los teatros, los montaban en el patio. Participaban grandes y chicos. Yo debía ser la más pequeña de todos y también actué una vez. Y todo eso lo organizaban las Anguiano por su cuenta. Ni cobraban entrada ni nada. Claro que, en aquellos tiempos, cómo iban a cobrar si nadie tenía nada. Tenías que llevarte la silla de tu casa y el patio se ponía hasta arriba de padres y escolares. El teatro estaba muy bonito, muy bonito, muy bonito.
Ah, y salían las nenas mocitas, mozangonas ya. Y los niños. Como una vez que iban diez o doce todos vestidos de soldados y cantaban una canción: “Mambrú se fue a la guerra mire usted mire usted que pena, Mambrú se fue a la guerra no sé si volverá. Por reír, por...” y yo no se qué más, “...noooo sé si volverá”. Yo debuté en una obra que se llamaba La Santa Infancia, o algo así. Hacía de la niña blanquita, otra de negrita con la cara tiznada, otra de la raza asiática y la que hacía de madre. Todavía recuerdo algo de lo que decíamos: “Madre que tengo frío -yo tritaba-, madre que quiero pan...”. Y así lo pasábamos. Eran muy bonitos los teatros.
También nos llevaban de excursión. Unas veces al cortijo del abuelo del famoso abogado ése, Sánchez de Puerta, que como eran muy de Iglesia se llevaban muy bien con las maestras, el maestro y el cura. Y nos hacían un arroz.
Algunas tardes, al llegar al colegio nos anunciaban: “Hoy vamos a ir a merendar al coto” y nos daban de merendar, aunque fuese un trozo de pan y una naranja, a todos los chiquillos del colegio. Y allí jugábamos todo lo que queríamos, porque allí no nos pasaba nada. Ellos se iban al señorío a charlar y nosotros echábamos una tarde muy buena, la verdad.
Cuando llegaba Nochebuena, con la clase de parvulitos hacían un Belén viviente. La gente venía a vernos y nos cantaban villancicos con panderetas, castañuelas con cintas de colores. Un año colgaron del techo a una niña que tenía el pelo rizado para que hiciese de angelito, Caridad Ostos Serrano, todavía me acuerdo.
En la puerta del colegio ponían también un buzón de madera, escribías cartas a los reyes y la echabas. Por eso creo yo que todavía creo en los reyes magos. Y antes del Día de Reyes también organizaban una cabalgata. Les prestaban burros con los serones, le ponían una vara y colgaban juguetes. Subido delante iba un pastor y una pastora detrás, los seguían caballos con los reyes, los pajes y las carrozas que eran los carros de madera del campo, donde se representaba una escena navideña diferente en cada cual. En una la Virgen cosiendo, San José carpintero, la Virgen y el Niño. Lo adornaban muy bonito con todo lo que es la cosa de la Navidad. Era una fiesta preciosa y la montaban ellas, y el profesor que era muy competente, y el cura también.
Sin tener dinero montaban unos fiestorros... Y a nadie cobraban nada porque nada tenía nadie. Era más que un colegio. Más que de ríos y de otras cosas aprendías de la vida, de compartir y hacer cosas con los demás. Yo me acuerdo de todo eso y de mucho más. Todo el día jugando en la plaza. Con mis hermanas en mi casa. Yo... mi pueblo es mi pueblo. Y recuerdo estas cosas y me siento en Córdoba como si estuviera de paso, de visita. Como si hubiese venido a comprar algo y mañana estuviese de vuelta. Como decía uno del pueblo: “No tenemos para comer pero nos hemos reído más”.
Pincha y escucha: Cancioncilla a la torre de mi pueblo
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