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Una urbanita ante la encina

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Elena Lázaro

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Hay una encina frente a mi puerta que ha logrado revelarme la única verdad que encierra el cambio de año. Lo ha hecho sin despeinarse, sin mover una sola rama ni derramar más bellotas de las que se pudren a sus pies.

La primera tarde de mi retiro navideño llevé a mi perro urbanita a mear su tronco. Los dos necesitábamos reconocer el terreno y marcar los límites de nuestros paseos. Él por puro instinto y yo por ese miedo paralizante que hasta hace poco me provocaba la soledad. Durante dos semanas, la encina ha soportado imperturbable cada meada canina y mis caricias y abrazos de instagramer. Lo del can, insisto, es instinto; lo mío, puro postureo.

A Machado le parecía un árbol humilde. A mí me sobrecoge su presencia. Por alguna estúpida razón en estos días he mirado esa encina junto a mi casa pensando que las vistas del atardecer sobre su copa me inspirarían algún relato sublime.

Una de las primeras mañanas, una amiga me advirtió que de seguir encerrada sola en una casa en mitad del campo acabaría creciéndome una espesa barba blanca al más puro estilo Hemingway. Yo me vine arriba y me vi más a lo Virginia Woolf con habitación (salón, cocina y chimenea) propia. Y continué paseando hasta la encina cada mañana y mirando caer el sol sobre ella cada tarde. Una noche Júpiter y Saturno se alinearon sobre ella. Pero no hay mitos literarios o feministas ni conjunción planetaria que soporten el exceso de expectativas y buenos propósitos.

Y eso es precisamente lo que me susurró la encina cuando me despedí de ella. No importan los deseos para el año nuevo, ni el balance de este 2020, mañana otro perro meará su tronco y el Sol volverá a esconderse tras sus ramas.

Y lo que yo escriba, sienta o haga importa una bellota.

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