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Sobre este blog

Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

Una habitación con vistas

La ventana de mi habitación

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Nunca en 45 veranos que luzco había apurado tanto unas vacaciones. El jueves me desperté en casa de Valle en La Herradura (Almuñécar, Granada) a las 7 de la mañana, cogí el coche y recorrí algo más de 200 kilómetros para llegar a tiempo a la oficina. La razón cae por su propio peso: en un lado de la balanza la posibilidad de no pegar ojo en una de las noches insoportablemente asfixiantes del verano cordobés; en el otro, una terraza sobre la bahía, una botella de vino y, lo mejor de todo, la charla con personas desconocidas, o mejor, personas por conocer.

Lo mejor de la casa de Valle no han sido las vistas desde el ventanal junto a mi cama, el silencio del entorno o el aire húmedo que trae un batiburrillo de olores del mar y la sierra; lo mejor de la casa de Valle es la certeza de la incertidumbre. No sabes con quién coincidirás cenando en la terraza, desayunando en el salón o saliendo por la puerta. Tampoco en qué derivará tu conversación. 

En tres noches alojada allí he conversado con personas con las que probablemente no me volveré a cruzar, pero de las que me llevo a los Essex Green, una nueva teoría sobre la reencarnación de las malas personas en chicharras, la perturbadora imagen de imaginar a una chica joven a la que le pone leer obras del Siglo de Oro y la rara sensación de que un desconocido se ofrezca a pulverizar tus tobillos con antimosquitos. En resumen, una reducida lista de anécdotas para echar a la mochila que me he empeñado en llenar. 

Cuando nos contaron lo de los alquileres en domicilios particulares, algunas creímos de verdad que la economía colaborativa iba a abrir rendijas en el sistema para permitirnos viajar y no sólo ejercer de turistas. Luego desaparecieron la Judería de Córdoba, los barrios de Santa Cruz en Sevilla, el de las Letras de Madrid y buena parte del Albaicín y nos dimos cuenta de que nos la habían colado. Las ciudades históricas han ido viendo desaparecer a la gente de sus calles más emblemáticas. Las casas ya no son hogares, sino perfectos y blanquísimos apartamentos listos para el encuadrar bien la foto antes de subirla a las redes sociales. Ya no hay tiendas en los barrios históricos, sino supermercados express.

Pues bien, en casa de Valle he tenido la impresión de que aún quedan rendijas por las que colarse. Ella ha recuperado la casa de veraneo familiar de sus padres para convertirla en un hogar para viajeros, donde romper con la distancia social, aunque sea con mascarilla. Lo ha conseguido. Por su casa pasan cada año gentes de países y gustos literarios para todos los gustos. Habrá que volver, igual acabo descubriendo que el Lazarillo de Tormes tenía su puntito.

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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. 
Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.

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