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C'est fini. Adiós al verano de la incertidumbre

Elena Lázaro

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Se acabó. The end. C'est fini.

No se deje engañar ni por los puristas de los solsticios ni por quienes cogen sus vacaciones en septiembre, con agosto se acaba el verano. Y el de 2020 no iba a ser distinto. A pesar del empeño por otorgarle a este año el honor de la excepcionalidad, en esto, 2020 es exactamente igual que 1975. Acaba agosto, acaba la diversión.

La única concesión que les hago a los profetas de la catástrofe es admitir que hay algo en este verano que no han tenido los últimos: autenticidad. Lo mejor del verano de la incertidumbre ha sido la falta de entretenimientos superfluos que durante décadas nos han impedido ver cómo éramos en realidad, sin vuelos low cost ni cruceros ni viajes al extranjero, sólo nosotros. Podría ahora hacer un alegato naif de las cosas importantes de la vida, pero quienes leen este blog y a quien lo escribe ya saben que la profundidad de su pensamiento es equivalente a cero. Lo aviso por si llegado a este párrafo prefiere usted abandonar la lectura y buscar las grandes respuestas en otra parte.

Para una cotilla in the city como la que firma, la falta de distracciones ha sido un lujo. Añadamos a estas condiciones perfectas para el chismorreo el hecho de que los bares hayan cerrado temprano. Sin resaca, la observación tiene más posibilidades de éxito.

A lo que iba. De todos los momentos de este agosto asfixiante de deporte mañanero, aperitivos de papas y aceitunas, escapadas al campo y alguna que otra copa (bueno, botella) de vino, hay una postal que me ha devuelto a uno de los personajes más populares de aquel tiempo en el que no íbamos de vacaciones ni hacíamos turismo, sólo veraneábamos. Hablo del Rodríguez, una especie de cuya extinción estaba francamente convencida. De verdad que la creía viva sólo en la memoria cinematográfica de “La tentación vive arriba”, en su versión más cool, y “El cálido verano del señor Rodríguez”, en la más cañí.

Pero no, 2020, que tantas vergüenzas ha puesto al descubierto, también ha revelado que los Rodríguez seguían ahí.

En el caso objeto de la observación de esta Agente, el sujeto va a ser bautizado como Manolo, porque sí, porque la butaca playera, la barriga y el bañador a media pierna va perfecto con Manolo, no con Manuel, Manu o Lolo. No. Manolo.

Manolo baja cada tarde a la piscina a eso de las siete, que es la hora de los valientes, de los que han resistido dos horas y media de siesta al borde de la congelación provocada por el aire acondicionado. Nada más llegar, despliega su silla y desparrama su barriga. Inmediatamente después hace la primera llamada. A Manolo le cuesta pegarse el teléfono a la oreja, prefiere el altavoz, así todos los bañistas que leen tranquilos o dormitan alrededor pueden oír lo ocupado que está. Los motivos de esta conversación a grito pelao pueden ser tres:

1. Manolo quiere dejar claro al vecindario que no ha acompañado a su señora al pueblo porque está muy ocupado y tiene que hacer llamadas muy importantes que requieren una muy buena cobertura y eso en lo rural no existe

2. Es un conspiranoico convencido de que el 4G va a taladrarle el cerebro.

3. Los pelos de las orejas no se llevan bien con el auricular

El caso es que Manolo se despacha tres llamadas en quince minutos, lo que equivale a dedicar cinco vociferantes minutos a cada uno de los empleados a los que, eso sí, se dirige en un tono cercano, tanto como para contar un par de chistes picantones sobre su soltería temporal .

Después del esfuerzo intelectual, Manolo se entrega a cultivar el cuerpo. Tiene un plan de entrenamiento que repite disciplinadamente cada tarde. Consiste en cruzar la piscina a lo ancho (eso son 7,5 metros) en los cuatro estilos olímpicos reconocidos por el COI y uno en la modalidad saltitos de bordillo a bordillo (es cuestión de tiempo que veamos medallistas en esta categoría).

Esta tarde de domingo ha repetido el ritual, introduciendo una importante novedad: su hijo le acompaña desde dentro atendiendo a sus explicaciones. Se ha explayado en los detalles técnicos y reprochado a su vástago su incapacidad para seguir el ritmo. El chaval anda preocupado porque ha olvidado las gafas de nadar. Manolo le explica que el cloro es desinfectante y que le vendrá bien. Solventado este problema, el muchacho se queja de la temperatura, a lo que el padre añade que el frío ayudará a quemar calorías y, lo mejor, a eliminar los restos de coronavirus del agua (sí, así de ojiplática me quedé yo también). La tercera queja no llega a escucharse, es ahogada por un grito.

La madre sentencia desde el borde: “venga, fuera los dos, que se ha acabado el verano”.

Se lo dije.

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