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Una bruta en la Medina

Elena Lázaro

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Córdoba, la vieja o ruinas de Medina Azahara. Así hemos nombrado durante décadas las gentes de esta ciudad al yacimiento que hoy es Patrimonio de la Humanidad. El primer nombre encierra la evidencia del desconocimiento y la desmemoria; el segundo, la del desprecio.

Quienes usaron el primero de esos nombres imaginaban que al oeste existió una ciudad anterior, otra Córdoba más vieja, probablemente romana. Lo imaginaban porque el tiempo no sólo borró físicamente la ciudad diseñada por el califa Abderramán III para dejar boquiabiertos a sus visitantes en la mayor operación propagandística del siglo X; el tiempo además liquidó su recuerdo.

Y el segundo nombre… el segundo, duele, porque a pesar de tener el conocimiento -la ciudad ya se reconoce como lo que fue, una ciudad andalusí- se desprecia. Lo ruinoso no se respeta; lo ruinoso, se elimina. Por eso a nadie le dolía pasar por aquellas ruinas y llevarse una piedra, un capitel, una losa para reutilizar. Por eso el expolio no dolía.

Ahora que somos todos tan eruditos, que tenemos el conocimiento, abominamos de aquellos crueles expoliadores, como si no la hubiésemos nombrado nunca así, como si no hubiésemos reconocido nunca un capitel bajo la maceta de algún patio. No, las gentes de este tiempo sacamos pecho de la designación de Medina Azahara como Patrimonio de la Humanidad y nos empeñamos en explicar a quienes visitan Córdoba lo obligatorio de recorrer el yacimiento y su centro de interpretación, pero ahora que en Córdoba no queda un alma, ahora nos podemos reencontrar con la ciudad sin la hipocresía del márketing turístico.

Ayer lo hice. Regresé a Medina sin nadie a quien impresionar, bruta como soy y guiada por una buena amiga. Su mirada es la de una conservadora que interpreta la piedra por su manera de descomponerse. Por eso, cuando no la oye nadie afirma sin cortarse: “si fuera por mí cubriría todo el yacimiento. La Unesco no quiere, pero yo sí. Una joya como ésta a la intemperie está condenada a desaparecer. Es una lucha constante contra el tiempo. Recuperamos una pieza, la devolvemos a su sitio y esperamos a que vuelva deteriorarse para volverla a recuperar”.

Pero ¿qué es la vida sino una batalla contra la certeza de la decrepitud?

Desde que se iniciaran los trabajos de reconstrucción del salón de recepciones del califa a mitad del siglo XX, en Medina Azahara no se han detenido las restauraciones que hoy liquidan la desmemoria de quienes bautizaron el yacimiento como “Córdoba, la vieja”. Esas reconstrucciones permiten intuir una ciudad, no ver una ruina. Una de las más fotografiadas es la de la fachada principal de la Plaza de Armas, donde el califa pasaba revista a las tropas. Cuatro enormes arcos permiten imaginar la grandeza de la ciudad califal. Las dovelas lucen imponentes a varios metros de altura.

Ayer, esta bruta posó ante ellas. Pensé que sería oportuno compartir en Instagram mi visita casi exclusiva a Medina y recordar a quienes pasen por mi muro que cuando los confinamientos perimetrales dejen de existir y vuelvan a Córdoba tienen la obligación de visitarla. Luego se me pasó y recordé que los turistas van a tardar en volver y que yo también llamaba ruinas a Medina Azahara en los 80.

El escalofrío de remordimiento duró poco. Mi guía me puso un espejo justo delante de las narices. Me obligó a quitar la mirada de los enormes arcos reconstruidos y la dirigió hacia la izquierda. Allí, junto a uno de ellos, un cúmulo de piedras gritaba desde el suelo. Es un arco califal conservado en su más evidente destrucción, tal y como cayó al suelo, contando su propia historia.

Y esas piedras en el suelo me impresionaron más que la imponente línea de arcos califales y me recordaron que también hay belleza en las ruinas. No dejen de mirarlas.

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