Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
Adiós Amador
Acabo de recibir la noticia y he empezado a llorar. Ha muerto Amador Jover, rector de la Universidad de Córdoba entre 1990 y 1998. Habrá quien piense que es exagerado derramar lágrimas por la muerte de una persona que no forma parte de tu círculo más cercano, sino de tu vida profesional. Quizás lo sea, pero mis recuerdos pueden más que mi compostura. Y ya se ha escrito la nota institucional comunicando su fallecimiento, así que ahora voy a desparramarme.
La última vez que nos vimos fue hace un par de meses. Habíamos reunido a los ex rectores para rodar una de las escenas del documental que preparamos con motivo del 50 aniversario de la Universidad de Córdoba. Le vi mayor, muy mayor, aunque me cuidé muy mucho de dejarme tentar por la condescendencia que habitualmente derramamos sobre las personas mayores. Él tampoco lo hubiera tolerado y, sin embargo, me sorprendió que aceptara mi brazo para subir los escalones del escenario del salón de actos del Rectorado. Esa fue toda la debilidad que estuvo dispuesto a mostrar porque nada más subir el último escalón se soltó de mi mano y atravesó la escena sorteando los cables, cámaras y trípodes que obstaculizaban el paso. Ocupó su silla, esperamos a los demás rectores y comenzamos a charlar.
He recibido la noticia cuando corregía unos textos sobre el 50 aniversario. No miento. Su nombre aparecía tres líneas más abajo de la que estaba subrayando en ese momento. Pero ése era el Amador oficial, como el de la nota institucional. Ése era Amador Jover y yo hoy he llorado por Amador.
La primera vez que oí su nombre fue en casa y yo era una cría. Mi padre había conseguido plaza como radiólogo en el recién creado Hospital Reina Sofía. Eran los ochenta. Veníamos de Sevilla y mi padre por fin tendría cerca la Facultad en la que siempre quiso estudiar: Veterinaria. Su vocación se frustró el día que mi abuelo echó cuentas y le explicó que el sueldo de un viajante de zapatos no daba para financiar estudios fuera de casa, así que optó por la Facultad de Medicina, que sí tenía en Sevilla. Pero ahora estaba en Córdoba y Veterinaria a tiro de piedra. No se matriculó, pero se plantó en la avenida Medina Azahara para intentar asistir a clase como oyente. Le recibió el decano, con el que acabó entablando una amistad cordial, correcta, profesional. No se iban de fiesta, se hablaban de vez en cuando y siempre siempre en Navidad. Al conocer la noticia, mi padre me ha escrito: “sabía que era demasiado raro que no respondiera a la felicitación que le envié”.
Aquella amistad de la que no participamos especialmente el resto de la familia les permitió tejer una pequeña red de ayuda mutua. Cuando la madre de Amador enfermó, mi padre le acompañó en el hospital, cuando yo estudiaba Periodismo en los últimos años de su mandato como rector, Amador pidió al jefe de prensa de la UCO que contemplara la posibilidad de que la hija de su amigo hiciera prácticas en el Gabinete de Prensa. Afortunadamente para mí, el jefe de prensa, Carlos Miraz, que no me había visto en su vida, tenía una escrupulosa política de acceso a la Universidad y me despachó diplomáticamente a mi casa. Digo afortunadamente porque cuando estudiaba la carrera, el último sitio donde quería trabajar era Córdoba, ciudad de la que había salido con la promesa de no regresar jamás. Yo iba a ser corresponsal de guerra y veía la comunicación institucional como cosa de vendidos al sistema.
Con el tiempo y merced de las vueltas de campana que da la vida regresé a Córdoba. Siendo redactora de ABC empecé a construir mi propia amistad con Amador Jover. Él era el ex rector de una institución sobre la que yo me pasaba el día escribiendo y, por tanto, una fuente imprescindible para encontrar historias que narrar. Fue entonces cuando construimos nuestra propia amistad cordial, correcta, profesional. No nos íbamos de bares, pero compartíamos felicitaciones de Navidad y preocupaciones más domésticas. Fuimos padres al mismo tiempo y solíamos preguntarnos por nuestras criaturas.
Una mañana quedé con un joven investigador que estudiaba, con bastante éxito, el prion implicado como agente infeccioso en la conocida como enfermedad de las vacas locas, la encefalopatía espongiforme bovina. Entrevista a doble página y reportaje. Un lujo de aquellos tiempos en los que se podía hacer periodismo científico en la prensa local y cobrar una nómina digna por ello.
Nada más publicar la entrevista, Amador me llamó.
- ¿Qué te ha parecido el profesor al que has entrevistado?
- Pues muy bueno, además es un buen divulgador. Ha conseguido que entienda perfectamente el proceso de infección y desarrollo de la enfermedad.
- Anda ya, yo no te hablo de eso.
- Entonces ¿de qué, Amador?
- ¿Tú le has visto bien? Pues quédate con esa cara, porque ese hombre acabará siendo rector de la Universidad de Córdoba.
Por supuesto, aquel joven profesor es hoy rector de la Universidad de Córdoba. Se llama José Carlos Gómez Villamandos.
Esas conversaciones off the record me ayudaron a entender una institución a la que he terminado por dedicar media vida. Fuera ya como estoy de la comunicación más institucional, dedicada plenamente a esa guerra que es contar la ciencia, creo que mis lágrimas tenían mucho de nostalgia de un tiempo ya pasado que de alguna forma estaba recuperando al echar una mano en la celebración del 50 aniversario.
Siento mucho, Amador, que no puedas celebrar este medio siglo de Universidad que es más tuyo que mío. Lamento que no puedas verte en el documental y, lo peor, que no podamos discutir sobre las historias proyectadas y las no contadas. Siento que hayamos perdido tu mirada y tu pasión por esa casa común que es la Universidad.
Que la tierra te sea leve, Amador.
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Hay quien tiene que aprender a vivir con los pies demasiado grandes o la nariz exageradamente puntiaguda o unos ojos minúsculamente dibujados en su rostro. Yo hace años que acepté mi patológica propensión a espiar a la gente, a meterme en sus conversaciones, a observarla, a escuchar atenta la sabiduría de la calle. Al principio ocultaba mi defecto de la misma forma que mi vecino del tercero usa zapatos de vestir que disimulen su talla 48 de pie; o mi seño Doña Matilde usaba gafas de aumento para hacer crecer su mirada. Llegué incluso a crear un seudónimo bajo el que esconderme. Me hice llamar Mujer Cero. Con la edad, claro, he aprendido a disfrutar de esta tara que arrastro desde la infancia. En Cordópolis he salido del armario y he decidido profesionalizar mi propensión al espionaje, convirtiéndome en la Agente Lázaro, una cotilla en la city. Si nos cruzamos por la calle, disimulen, les estaré observando.
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