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Vivir en la frontera

Luis García

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Hace algunos años, un escritor de ensoñaciones cinematográficas llamado Manolo Marinero definía en un maravilloso libro sobre Humphrey Bogart un lugar de la vida llamado “la frontera”. En ese lugar, en la frontera, han vivido poetas negros, escritores rojos, directores del color de lo maldito y personas grises, pero no de un gris anodino, sino del gris tapia contra el cual se destrozan los sesos. Personajes que caminan por el borde, y a un lado tienen la soledad y al otro la tumba; gente como Philip Marlowe, que atraviesa las horas de manera espesa, trabajosamente, como si el campo estuviera pesado. Como Philip Marlowe o como el escritor agónico que lo inventó. O como Dashiell Hammet. O como un detective llamado Sam Spade. O como un tipo extraño llamado Tom Reagan, que habita en Muerte entre las flores, una de las mejores películas negras que se han hecho nunca.

Tom Reagan (Gabriel Byrne) sólo es una pieza clave dentro del perfecto engranaje que es el guión de los hermanos Coen, en el que reinventan ese catálogo de situaciones y diálogos que ya son un poso calcificado en el fondo de una botella vacía de bourbon. Se lo bebieron todo hace años. Lo dejaron vacío y escurrido como un pellejo de vino arrancado de las manos santas de Sancho. Y después llegaron ellos, los dos, con un guión y una manera de traducirlo a imágenes de tan oscura precisión que caen de golpe y porrazo, por sorpresa, sin que nadie pudiera esperarlo ya, en una época de ausencia de cine, como un obús de golosinas en un patio de colegio. Tom Reagan camina solo, y en su camino hacia algún callejón oscuro en el que caerse muerto tropieza con una época y un lugar en el que los gangsters deciden cómo es la ley y cómo hay que saltársela, y las amigan de los gangsters deciden a quién hay que aplicárselas. Una época y un lugar en el que la ética comienza por una “h” quevediana, y está tan enferma y tísica que cualquier indeseable la hace trizas con sólo mentarla. Reagan es un buen perdedor y lo único que está dispuesto a conservar es su sombrero, que tiene la fatal tendencia a volársele en sueños hacia el lugar en el bosque donde la gente muere de un certero balazo. Reagan no tiene más cosa que el recuerdo de la amistad, el recuerdo del amor y un corazón pequeño y duro como una nuez. Reagan es exactamente lo que había  debajo del sombrero de Bogart, de Cagney, de Mitchum… algo así como el alma de una persona puesta eternamente a secar.

No es el único personaje, aunque está solo. Junto a él siempre aparecen las uñas del amigo (extraordinario Albert Finney), la amabilidad blanda del enemigo (lo mejor de la película, Jon Polito), la fugacidad del amor (Marcia Gay Harden, que esculpe una Verna con la solidez y la maleabilidad de una vela de barco), la amenaza de la muerte (tremenda cara de palo de J.E. Freeman, “el danés”). Entre todos procuran esa historia espinosa, llena de huecos llenos de puro arte cinematográfico y que termina a uno dejándolo sentado ante uno de los “the end” más definitivos, mejor ganados y hermosos de toda la historia del cine. Quizá no lo sepa Gabriel Byrne, el Tom Reagan de la película, pero con su interpretación puso su nombre en ese lugar privilegiado donde nunca se muere, por más que vuelen los sombreros. Un lugar del próximo siglo y del siguiente. Un lugar donde moran los clásicos. Muerte entre las flores es una de esas películas que merecen un diálogo de película: “¿Podrás olvidarme…? Sí, en cuanto me muera…”.

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