Nostalgia
La nostalgia ya no es lo que era. Con este título de redoblada añoranza encabezó sus memorias Simone Signoret hace casi treinta y cinco años. Y es que, a veces, ciertamente, lo que uno echa de menos es la nostalgia misma. Una especie de impaciencia de lejanía nos distancia del propio momento que vivimos y que ya nos urge considerar pretérito. Nostalgia del velo del recuerdo, de la pátina de añoranza que embellece con su pérdida y su esfumato la crudeza demasiado chillona de la actualidad. Todo gana cuando se ha perdido; todo mejora cuando ya no es.
El caso del cine es particular también a este respecto. En cierto sentido, toda película pertenece ya a la memoria desde la primera vez que la vemos. Es decir, que incluso la primera vez la vemos como recordada. Cada película es una objetivación de la memoria, una línea hilvanada de recuerdos perennizados. El cine se presta a ser recordado, se hace aún más cinematográfico en la memoria precisamente porque la esencia misma de lo fílmico tiene tanto que ver con el mecanismo mnémico. Y, claro está, la nostalgia es inseparable de la afición cinematográfica. Como de cualquier otra afición, por otra parte. Pero en el caso del cine la añoranza se explica aún mejor y parece más intrínseca a la naturaleza de sus adictos. A fin de cuentas, ¿qué otra cosa quiere decir “Me gusta el cine” sino que echo de menos determinadas películas? Incluso películas que no he visto o que llego finalmente a ver rodeadas ya del aura prestigiosa de la memoria, realzada por el peso de los recuerdos de quienes las vieron en el pasado. No hace falta haberse sentado delante de El acorazado Potemkin para recordarla con nostalgia. Yo la vi por primera vez habiéndola visto muchas veces antes. Hasta diría que nada puede ser más nocivo para el buen recuerdo que guardamos de ella que llegar a verla finalmente.
Hay cosas que sabemos que son geniales e irrepetibles sin necesidad de recurrir al siempre falaz argumento de la experiencia propia. Cuentan que el joven Turgeniev fue un día a visitar reverentemente al viejo Victor Hugo en París y charlaron de los máximos talentos del arte dramático. “Nadie como Goethe –pontificó Hugo-. ¡Ah, el incomparable Fausto o Los bandidos!”. Turgeniev aventuró tímidamente: “Maestro, Los bandidos es una obra de Schiller…” Y Hugo repuso altivamente: “Joven, yo no necesito leer a Goethe para saber que fue un genio”.
Mi nostalgia particular deplora la extinción de una cierta épica cinematográfica y Bond, James Bond, ocupa un lugar predilecto en ella. Contemplar toda su filmografía resulta un ejercicio curioso. Para empezar, el mundo en el que transcurren la mayoría de sus películas, en pleno auge de la guerra fría, con los dos grandes bloques imperiales enfrentados y la amenaza de armas sofisticadas y terribles para destruir a la humanidad, nos resulta ahora paradójicamente aún más lejano que la Inglaterra victoriana de la época de Sherlock Holmes (uno de mis ídolos personales) y casi igual de entrañable. Por no hablar de las pequeñas herramientas fabricadas por el recientemente resucitado Q que utiliza el espía y que tanto fascinaban a Ian Fleming. Hoy cualquiera de nosotros pasea cada día con portátiles maravillas mucho más operativas. Pero también me sorprende algo que como lector de las historia originales de Fleming jamás entendí: la perversión cinematográfica, con la única excepción de Daniel Craig, de ver siempre a un Bond radiante y triunfador. En los relatos, el agente vence y a la vez es vencido, pierde a la chica que le gusta, sufre algún radical desengaño o incluso termina al borde de la muerte por el golpe final de un enemigo traicionero, como en Desde Rusia con amor. El 007 de Fleming, en definitiva, es menos humorístico y más humanamente amargo que sus sosias en la pantalla.
La carrera como escritor de Ian Fleming apenas duró diez años, de modo que tuvo poco tiempo para ver disfrutar de su éxito multitudinario. Sus limitadas habilidades literarias le bastaron para acuñar un personaje y un estilo que gracias al cine se ha quedado grabado en nuestra imaginación. A él no le mató Espectra, sino el abuso del tabaco y del alcohol. Cuando sufrió su último infarto, se excusó cortésmente ante los camilleros que le llevaban al hospital. “Caballeros, lamento las molestias que les estoy causando”. Quizá dijese hoy algo parecido ante las celebraciones y fastos con que se conmemoran los 50 años del primer Bond cinematográfico.
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