Mitos
Las figuras míticas del cine vienen labradas a base de muchos años de repetidas caracterizaciones, de muchos golpes de cincel hasta que llega a surgir un personaje con una imagen clara y definida. Sin embargo (y en esto no hay excepciones), siempre hay una película que proporciona ese papel clave para la configuración del mito. Ahí están los ejemplos del socarrón, pendenciero y romántico Rhett Butler, interpretado por el carismático Cark Gable; el refinado, erudito y sociópata amante de la gastronomía Hannibal Lecter, a quien Anthony Hopkins dio su versión más seductora y escalofriante (inolvidable su forma de expresar la forma de cocinar los hígados de un agente del censo acompañados de habas y una botella de Chianti); o el Kurtz interiorizado por Brando, ese hombre totalmente roto que explicó como nadie ha vuelto a hacer el significado del horror.
Cada generación tiene sus ídolos y gracias a los medios de comunicación la sociedad moderna se tiene que enfrentar a una posibilidad de elección cada vez más amplia y, a veces, confusa. El satélite que lleva hasta nuestra sala de estar el campo de batalla en que se convierte la elección del próximo inquilino de la Casa Blanca, el huracán que asola la capital financiera del mundo o el 'enésimo partido del siglo' hacen difícil que creamos en el héroe de ficción. Pero necesitamos ídolos, y si el atleta o el empresario de éxito han sustituido al soldado heroico o al respetable gángster quizá no lo tengamos tan mal del todo.
En el cine, un ídolo es algo exclusivo de una particular generación, y en contadas ocasiones la fuerza y el atractivo de una estrella son lo suficientemente grandes como para mantenerse de forma perdurable. El tiempo tiene por costumbre exponer a la luz las grietas (tanto físicas como las del alma), y nuestros espíritus, conscientes de lo que está de moda y hambrientos de modelos que seguir, se cansan fácilmente de las imperfecciones.
Cuando en 1935 Humphrey Bogart irrumpió en la pantalla como el duro y destrozado asesino Duke Mantee en El bosque petrificado, nadie hubiese adivinado que aquellas facciones irregulares y esa áspera voz romperían los moldes en lo que se refiere a la adoración mitómana. Para Bogart, el reloj nunca se paró. Por supuesto, su imagen permanecerá siempre asociada a la del irónico Rick Blaine en la mágica Casablanca, película que tendrá mención aparte en la siguiente entrada bajo pena de lacerante flagelación, lento fusilamiento o, lo que es peor, destierro del lecho conyugal. Si la industria cinematográfica estadounidense ha ofrecido al espectador gran número de estrellas capaces de penetrar en la esencia anímica de la sociedad, lo cierto es que muy pocos han logrado una identificación con un estilo, un proceder y, sobre todo, una filosofía de vida de un modo tan rotundo y definitivo como el alcanzado por Bogart.
Y ahora despido esta desperdiciada entrada con la esperanza de no ver durante los próximos siglos las engreídas figuras de ningún líder político, sindical o deportivo. Con lo repletos de mierda que están, resulta extraño que sigan teniendo ese extraordinario aspecto de estreñidos.
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