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El mago de Oz

Luis García

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En 1939 saltaron de Hollywood dos geniales películas, que asombraron y ya son puntos de encuentro sagrados en la historia sentimental de mi vida, de todas las vidas, como si algo indefinible las mantuviera a resguardo de la erosión del tiempo: Lo que el viento se llevó y El mago de Oz, en cuyos títulos de crédito el mismo director, Victor Fleming, es aplastado por la losa de su propia obra y la de sus intérpretes, Clark Gable y Vivian Leigh en la primera y Judy Garland en la segunda, convertidos todos en fetiches universales.

¿Por qué el director de maravillas como Capitanes intrépidos, La isla del tesoro, La vida es así o El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hide carece de renombre y hay reputados historiadores, mierdecillas académicas, que no le dan más mérito que a un artesano rutinario? Pues quizá sea ese otro misterio oculto en El mago de Oz, obra capital que casi parece, como Lo que el viento se llevó, decapitada de autoría. Tal vez interviene en su oscurecimiento que Fleming fuera un outsider distante y aristocrático que se encogía de hombros ante las maniobras de las oficinas de relaciones públicas de sus competidores, pues los tuvo, y serios, en Lo que el viento se llevó.

La elaboración de ambas películas se interfiere. Ésta es otra cara del misterio que rodea el ninguneo de Fleming. Inició El mago de Oz el tosco Richard Thorpe (debo ser uno de los pocos a los que no gusta su versión de El prisionero de Zenda), que pronto fue sustituido para hacer este supuesto filme de niños, plagado de enrevesados subentendidos nada infantiles (había que hilar más fino de lo que alcanzaban a ver los jefes de la Metro, huérfanos tras la muerte del águila Irving Thalberg), por el exquisito George Cukor. Éste, antes de irse a Lo que el viento se llevó, encauzó a la adolescente Garland en la composición de la niña Dorothy. Y Fleming tomó las riendas hasta casi acabar la película, pero no pudo rematarlo: Gable exigió poner de patitas en la calle a Cukor en Lo que el viento se llevó y los flecos que Fleming dejó en El mago de Oz los hiló King Vidor, entre ellos una melodía universal, Over de rainbow.

Sobre esta canción se adentró Judy Garland en la historia del cine. Recorrió el mundo montada en el arcoíris, y su adentramiento en aquella deslumbrante borrachera de color pervive. No tiene fin el viaje que todos hemos emprendido, tanto en la infancia como en la memoria de la infancia, al país de Oz. Se sucede, como un relevo, generación tras generación, con una niña condenada a ser mujer de vida y genio trágicos, como conductora.

Es el viaje a Oz una enigmática autobiografía colectiva y la más perturbadora exploración de la memoria moderna en un torvo mito de engatusamiento: el del país de Jauja, uno de los más turbios y menos infantiles lugares que existen. Una adolescente disfrazada de niña, un león miedoso que busca un talismán que le devuelva el valor, un muñeco de latón oxidado que busca un corazón y un espantapájaros sin huesos que quiere conseguir un cerebro con el que poder pensar (reminiscencia de una sociedad de lisiados, supongo) emprenden, en un mundo asolados por ciclones y orientado a la guerra, la búsqueda, a través de un estallido de color, de un remedio a sus carencias en una Jauja cinematográfica gobernada por un feriante chapucero depositario de la chatarra del sueño americano, convertido, tras estrellarse en 1929, en pesadilla americana.

De todo, menos inocencia, hay en este libérrimo y gozoso relato interior de un tiempo, el de una crisis económica que parecía no volvería a producirse, que se parece demasiado a este tiempo que nos ha tocado vivir. Y no deberíamos dejar pasar la oportunidad de que se redescubra por enésima vez ahora, en la asqueada España de corrupción y desasosiego, el país de Oz, territorio de toda huída a ninguna parte. Porque esta niñería, como otras configuraciones mitológica infantiles, encubre feos asuntos de fondo que saltan a la calle de tiempo en tiempo: un trasvase al sueño del cine de rancias pesadillas adultas, similar a lo que los lúcidos apestados vieron en la llamada a King Kong cuando llegan los tiempos de derrumbe o al mito del marciano cuando llegan los de incertidumbre.

El país de Oz, fin de vuelo de cuatro muñecos colgados de un doloroso síndrome de abstinencia, punta del camino trazado por la preciosa Judy Garland disfrazada de una niña que ya no era, conduce a muchos rincones de la vieja memoria, pero sobre todo hoy, como entonces, a una llamada nostálgica a la libertad.

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