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Genios

Luis García

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Hasta hace no tantos años los que más saben de esto no consideraban un genio a Howard Hawks, sino más bien un hábil director de la mejor época de Hollywood. Llegó el día, no obstante, en el que las teorías se aflojaron el nudo de la corbata y quedó decidido, probablemente para siempre, que por las películas de Hawks caminaba con pies de gato el arte del siglo XX. Sin la poesía de John Ford  pero con la mejor prosa cinematográfica que se ha escrito nunca. O sea, Howard Hawks es un genio (y de estos siempre hablo en presente), pero no sólo es un genio. También es un canalla capaz de hacerte llegar a esa conclusión no mediante el análisis, sino con su ausencia, con esa cualidad de su cine de arrebatarle tal capacidad al espectador, y ante sus obras todos lo son, hasta los más críticos.

Lo natural es caer en la trampa de sus películas y pensar, tras acabar cualquiera de ellas, que la recién vista es la mejor de todas; y de volverlas a ver, y volverlo a pensar. De mi puedo decir que ya he trastabileado de una a otra, sucesivamente y sólo porque la acababa de ver, y he considerado la mejor película de Hawks La fiera de mi niña, Bola de fuego, Tener y no tener, El sueño eterno, Sólo los ángeles tienen alas y, probablemente con menos razones, Me siento rejuvenecer, La novia era él o Río Bravo. Pues bien, esta noche tendré el inmenso placer de volver a ver Luna nueva, y es la mejor película de Hawks y hasta la mejor de la historia del cine, consideración que es de temer que sólo dure hasta que revise cualquiera de las mencionadas. De momento, y ya que mi novia no se encuentra presente, no tengo nada mejor que hacer en esta ciudad que apagar la luz, calzarme mis cada vez necesarias gafas y ver Luna nueva.

Luna nueva es una de las variadas adaptaciones que el cine, a lo largo de su historia, ha hecho de la obra teatral de Ben Hetch y Charles MacArthur Primera Plana. Hubo una anterior, firmada por Lewis Milestone, y dos posteriores, la excelente de Billy Wilder, con Walter Mattau y Jack Lemmon, y una que de manera infame se atrevió a filmar Ted Kotcheff con Burt Reynolds haciendo de Cary Grant (sí, sí, de Cary Grant).

La adaptación de Hawks parte de una pequeña infidelidad que la hace aún más especial, que es la de cambiar el sexo al personaje que aquí interpretó para su gloria eterna Rosalind Russell. Cary Grant (como siempre, el mejor Cary Grant) es Walter Burns, que consigue en la piel de este maravilloso actor auparse para ser el personaje más ladino, crápula y simpático de la historia del cine. Burns, desde el hoyuelo y la mirada trapera de Cary Grant, es capaz de cualquier cosa para impedir que le abandone su ex mujer y mejor reportera, Hildy Johnson., que pretende casarse con un vendedor de seguros e irse a vivir a Albany. Entre la lista de felonías que ensaya para impedirlo está la de timar al futuro esposo de su mujer, hacerlo encarcelar por seducir a una rubia, apelar a sus buenos sentimientos para que permita hacer a Hildy una última entrevista a un condenado a muerte al que ella puede salvar, dinamitar el tren que los ha de llevar a Albany, secuestrar a la madre del infortunado vendedor de seguros (“un hombre-dice- que se parece a Ralph Bellamy”, actor que en efecto interpreta ese papel), prometer y no cumplir, engañar, seducir, patalear,... De todo eso es capaz Walter Burns porque, en el fondo, la sospecha última es que ama a su ex mujer y no está dispuesto a perderla y a que se pierda en un tren hacia Albany. Sólo el diálogo (probablemente el mejor que se haya escrito nunca para el cine) y la soberbia interpretación de Cary Grant salvan al personaje de ser detestable.

La velocidad con la que los dos protagonistas intercambian sus frases; la violencia, acidez e ironía que llevan dentro; la gran inteligencia de Howard Hawks para mantener a base de planos medidos el ritmo infernal; el fondo impecable de unos actores secundarios que multiplican el interés de los segundos términos; el magistral retrato de la profesión del periodista, en la que sólo la falta de dinero supera a la falta de escrúpulos; la pericia del director para convertir el puro teatro (no hay más que un par de escenarios) en puro cine. Debe haber aún más motivos para considerar Luna nueva como un prodigio del cine, pero, a la hora de verla, lo que prevalece, lo único que uno es capaz de advertir, es que se halla ante la película más divertida, más despiadada, más inteligente y mejor hecha que ha visto en su vida.

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