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Cine independiente

Luis García

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Es más que evidente que al público le importa poco el presupuesto de las películas. Sean caras o baratas, el precio de la entrada es el mismo y proporcionan más o menos el mismo tiempo de protección ante todo tipo de intemperies, de inclemencias físicas o sentimentales, de enfermedades del cuerpo y del alma. Pero de vez en cuando no está de más llamar la atención sobre los medios con los que se hacen películas como Clerks, en las que el número de ceros de su coste final es inversamente proporcional al esfuerzo, al empeño y la imaginación empleados para contar bien una historia, crear unos personajes y arrancar carcajadas genuinamente espontáneas.

Clerks es una producción de las llamadas independientes, rodada en blanco y negro y dedicada a modo de declaración de principios a cineastas como Jim Jarmusch y Spike Lee, y que en 1994 costó el discreto equivalente a tres millones de pesetas. Su argumento gira en torno a la aciaga jornada laboral de un empleado de supermercado, precisamente en un día en el que no le toca trabajar. El descubrimiento de las peculiares infidelidades de su novia, el anuncio de matrimonio de un antigua amor que esperaba recuperar y su relación con un amigo tarado que trabaja en un videoclub cercanao sirven de armazón al desfile de una clientela esperpética que rezuma intransigencia, mesianismo, excentricidad y un sinfín de patologías cotidianas que chocan con la desidia, las ganas de estar en otra parte, el mosqueo comprensible y la perplejidad del protagonista.

La limitación de decorados y el abigarrado ir y venir de los personajes da lugar a una trama inteligente y sardónica en la que los malentendidos y el azar se retuercen hasta dar forma a situaciones imprevisibles, verdaderamente originales y divertidas que ilustran a pequeña escala un reflejo bienhumorado del mundo contemporáneo repleto de voluntades contrariadas, insatisfacciones y paradojas.

Kevin Smith debutó con esta maravillosa película construyendo para ello una comedia a partir de experiencias personales, un guión laboriosamente estructurado en fragmentos anecdóticos y un trabajo numantino con actores no profesionales que transpiran frescura y autenticidad.

Las imágenes de Clerks no son brillantes (tampoco lo pretenden), se limitan a dejar ver lo que ocurre delante de la cámara, pero suplen el esplendor con un agradecible ingenio y marcan la diferencia entre los que despilfarran el dinero en pieles y los que se dejan la piel en empresas imposibles.

Es éste otro ejemplo más de la existencia de mitos justifiados sobre la originalidad, libertad y transgresión del cine independientes norteamericano, esa etiqueta que otorga cierto prestigio pero que en innumerables ocasiones ha sido una excusa perfecta para suplir la falta de talento con pretensiones de vanguardia. Sospecho que entre los directores más dotados que en los últimos veinte años se inciaron en este movimiento, los que además de tener algo sólido que contar sabían cómo hacerlo, su mayor ilusión era que el éxito minoritario de sus primeros proyectos les permitiera dar el salto a la gran industria. O sea, eso tan vulgar y embrutecedor de disponer de guiones sólidos, dirigir a los mejores actores, poseer los más potentes medios técnicos en rodajes con duración razonable y producción cuidada. Los más listos, como Kevin Smith, acabaron lográndolo, aunque siempre existirá un melancólico coro crítico de colegas resentidos que les acusen de traición a los viejos principios y lamenten la pérdida de su antigua fuerza y libertad.

Por supuesto, en este tipo de cine, como en todos lados, abundan los tontos, los cuentistas, los cantamañanas y los ineptos que confunden improvisación con chapuceo, imaginación con onanismo mental, experimentación con impotencia expresiva. Algunos, si saben tirarse el rollo, pueden vivir del malditismo durante mucho tiempo. Su público, eso sí, siempre será  patéticamente exiguo aunque enfervorizado. Y, cómo no, jamás despreciarán las subvenciones acádemicas y públicas. Cosas del cine, cosas de la vida.

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