Fado negro, corazón rojo
No necesitó demasiado la cantante Mariza para llevarse al bolsillo al público que este lunes acudió a verla al Teatro de La Axerquía. Había entonado ya Estranha forma de vida y Sou (Rochedo) cuando se dirigió al millar de personas que tenía en frente y confesó, en un rico portuñol, que había venido a cantar al amor.
Y, con más o menos tempo, con más o menos sabrosura, fueron el amor y su reverso, el desamor, los protagonistas del largo y completo concierto que ofreció la diva portuguesa en su segunda visita al Festival de la Guitarra de Córdoba. La primera, algunos entre el público la recordaban, fue hace casi 20 años, en 2003, y su concierto fue mucho más íntimo (tuvo lugar en las Caballerizas Reales), acorde con aquel tiempo en que era la gran promesa del fado.
Hoy, dos décadas después, Mariza está tan cerca de sus referentes que se ve legitimada para grabar un disco entero dedicado a Amalia Rodrigues cuya publicación coincidió con dos eventos de talla mundial: el centenario del nacimiento de la voz más universal de Portugal; y el año de la pandemia del coronavirus. Así, el segundo evento anuló al primero y el disco, en el que Mariza había puesto una gran energía y cariño, se quedó, como tantos otros, en el silencio de una época sin conciertos.
Por eso, quizá, la cantante estaba exultante en el escenario. Habiendo reconocido, como lo ha hecho, que la pandemia le ha afectado a nivel inspirativo, no se puede decir lo mismo a nivel interpretativo. Mariza canta bien por arriba, canta bien por abajo (excelente en los susurros) y tiene una voz limpia y cercana en todo su espectro. Tan limpia que se impone sobre un repertorio que, en directo, peca de conservador, y sobre un sonido demasiado empastado, casi artificial en algunos tramos.
Salvo por algún detalle modernista, en el uso de efectos de sonido, la banda de Mariza, formada por Luis Guerreiro (guitarra portuguesa), Pedro Joia (guitarra), Pedro Araujo (bajo acústico), Hugo Marques (batería y percusión) y Joao Frade (acordeón), busca una sobriedad en la que los derroches los pone la cantante, que lleva prácticamente el peso del concierto sobre sus cuerdas. Y, si bien Mariza es imbatible en las distancias cortas, en un espacio como el Teatro de La Axerquía, se echa en falta mucha más garra por parte de la banda, que a menudo parecen meras comparsas.
Aunque, siendo sinceros, resulta difícil apartar la vista de la cantante, que no sólo canta bien, sino que interpreta y dialoga con el público con la misma naturalidad con la que cuadra las escalas, y con la misma facilidad te canta un fado negro (o una morna, como ella se ha encargado de aclarar), que mira de reojo hacia Brasil (Trigueirinha), o se arrodilla para cantar Barco negro sin más apoyo que un sólo de percusión (en el que ha sido, quizá, el número más hipnótico de la noche).
Mariza ha recorrido su propio camino a saltos, por donde le ha dado la gana. Ha mostrado que ya no es la trigueirinha que vino a cantar a Caballerizas Reales y ha devuelto la confianza a Córdoba con un concierto de generosa duración y desbordante energía, algo que le hacía falta a un festival que anda buscando algo que echar a la memoria colectiva en su 40 aniversario.
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