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Mañana de calabazas y cara de tonto, vaya mañana

Caballero se lamenta al final del partido FOTO: MADERO CUBERO

Rafael Ávalos

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Al Córdoba se le vuelven a escapar dos puntos en el último suspiro y el rostro de El Arcángel termina con una languidez quizá más lógica de Halloween

Cielo abierto y gradas llenas. La temperatura hace imaginar que en el calendario no se marca la fecha que realmente es. Calor para un tercero de noviembre que se presenta en parte intento y en parte emotivo. Más lo primero que lo segundo, pues al final no se da esa ovación de la que tanto se habla días atrás a Aritz López Garai, que vuelve a pisar el verde de El Arcángel. Al bueno de Alberto García le toca ver el partido desde el banquillo, el contrario, no el de siempre. El guardameta sí recibe algún gesto de afecto por parte de la grada, que agradece en su asiento junto a los que hoy son sus compañeros, unos jugadores -suplentes- del Sporting que prefieren el truco al trato en la matinal de un bonito domingo cordobés. Un domingo que se fastidia de la peor de las maneras.

El Córdoba no está fino. El conjunto blanquiverde no se encuentra ante la presión del rival, que encima tiene un buen puñado de armas en ataque que no deja de mostrar a lo largo de un encuentro en que Saizar se erige en salvador. El vasco, con nervios a prueba de bombas, es un buen guardián de la puerta que defiende. Vuela. Se lanza al tapete. No permite que el balón bese las mallas de su portería. El Córdoba sigue sin estar fino. Y por si fuera poco, Pelayo se rompe. El ovetense se marcha en lo que a la postre significa un mal presagio. Valdés Aller, árbitro estereotipo de su colectivo en la actualidad en España, ve penalti. Anota Carlos Caballero y se esboza una sonrisa en el rostro colectivo, el del templo ribereño, que asiste a un duelo en su mayor parte ganado por el visitante. Ni la casta sirve en esta ocasión.

La segunda parte trae a El Arcángel aromas de refranero. Tanto va el cántaro a la fuente que al final… Gol de Carmona. “Se veía venir”, afirma alguien desde su puesto de observador en el Fondo Norte. Todo se desmorona. El ánimo decae. El cielo sigue abierto, las gradas se mantienen llenas y la temperatura no deja de ser opuesta a la que se espera por estas fechas, pero el alma del cordobesismo cae a sus propios pies. Se escapa, piensan en ese momento, a buen seguro y sin ser adivino, la mayor parte de todos cuantos se reúnen en la mañana de la ilusión, del combate cuerpo a cuerpo, en un reino que tiembla. Pero el equipo de Villa es capaz de lo mejor y de lo peor. Aparece López Silva. Lo hace como sólo él sabe, por mucho que a veces, como esta mañana, le cueste demostrarlo. Coloca el balón con esa sutileza, que además es práctica, que tienen los genios, que poseen los que van un paso por delante a la hora de decidir. Decide y Pedro no falla.

Se hace lo más difícil y el templo ribereño estalla. Que sí, que se puede. Se puede por mucho que el rival, a los puntos, haya sido mejor. Las intervenciones de Saizar dan testigo de una realidad que al final cuesta comprender. Porque igual que llega el gol del empate gijonés, el del equilibrio definitivo se producen en una torpeza colectiva del Córdoba. Es el minuto 90, el último, el que no da lugar a reacciones. Lekic es el zombi que nadie quiere ver en la noche de Halloween, que se alarga en demasía y alcanza hasta el tercero de noviembre. Valdés Aller no descuenta y el encanto se convierte en defunción anímica. Otra vez. Una más. Se escapan dos puntos en el último suspiro, como sucediera en Murcia. El Sporting da calabazas, más como las que da una joven cuando un zagal le enseña su corazón que como las que decoran la madrugada del 31 de octubre, pero igualmente con una sonrisa malévola, casi terrorífica. Y al final, el rostro de El Arcángel se languidece. Es esa cara de tonto que nadie quiere tener y que llega en una mañana que se torna oscura. Vaya mañana.

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