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El Córdoba es él

Rafael Campanero Guzmán | MADERO CUBERO

Paco Merino

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“Esto lo arregla Campanero”. La simple mención de su nombre rebajaba el nivel de desasosiego ante cualquier situación problemática de las innumerables que han jalonado la vida de un club, el blanquiverde, cuya existencia parece no ser más que una crisis permanente salpicada por instantes de gloria efímera, fogonazos que traumatizan o activan a toda una generación de blanquiverdes cuya sagrada misión es transmitir a sus sucesores ese amor extraño e indestructible a un escudo. Lo rutinario no encuentra lugar en un club al que el destino empuja a reinventarse cada temporada, creando cuentos encantadores capaces de dejar un poso épico en las campañas más infames. Las historias de aventuras necesitan héroes. Y el Córdoba tiene a uno muy especial, un caballero medieval que habla en pesetas y se abre un perfil en Facebook, un supermán surgido del corazón del pueblo que siempre aparece cuando hay problemas. O sea, bastante a menudo.

Nació en 1926 y ejerce como una especie de guardián de la esencia del Córdoba CF, un club al que dedicó una parte fundamental de su evidente talento como gestor. Empleó recetas sencillas para asuntos complejos. “Siempre le vimos como un padre y así nos hablaba”, recuerdan tanto jugadores de los 70 -cuando los futbolistas vestían con traje y eran chavales disfrazados de hombres-, como profesionales del nuevo siglo, que van con camisetas y tatuajes, como hombres disfrazados de chavales. Son modas, maneras de vivir... A Campanero le tocó lidiar con todos. Se hizo querer. También se equivocó, cómo no. Pero jamás se rindió ni lo hará. “Me siento joven, como si tuviera sesenta años”, dijo el otro día en una de las numerosas entrevistas que atendió con motivo del homenaje Noventa años de amor por Córdoba, que le brinda el Centro Filarmónico y al que se han adherido colectivos, compañeros y amigos que le acompañaron en su aventura blanquiverde. La autoridad moral de Campanero es indiscutible.

En las décadas de los setenta y los ochenta, la Córdoba futbolística veneró a un hombre trabajador, de pueblo, de verbo sencillo y apasionado, un visionario de tenacidad irreductible. Llegó al Córdoba en 1956 para ejercer como delegado del equipo juvenil. Acabó en el palco con el equipo en Primera División. También estuvo al frente en Segunda, en Segunda B y en Tercera División. No hay nadie que le iguale. Defendió lo suyo desde el Santiago Bernabéu hasta el Municipal de Rute. Leyenda a su pesar por los designios del balón, Rafael Campanero mantiene, a sus casi 91 años, los ideales juveniles que le llevaron a dejar su pueblo, Almodóvar, para liderar una revolución romántica que tuvo su episodio más simbólico en el ascenso del Córdoba a Primera en 1971. Había 17 cordobeses en aquella plantilla. Pasaron más de cuarenta hasta que ese episodio se repitió. Él lo vio como presidente de honor, un cargo honorífico que en su caso se queda corto o es algo accesorio. Es el socio número uno. Campanero es el Córdoba CF. Así de simple.

Campanero sabe mejor que nadie de las peculiaridades de esta ciudad en sus respuestas ante el hecho futbolístico: siempre tendentes al exceso. O da la espalda o entrega el alma. Siempre tuvo la habilidad de enamorar al público con un discurso realista y una apuesta por el producto autóctono por convicción y necesidad. La idea era fabricar productos para nutrir al primer equipo y encontrar perlas que, de inmediato, eran vendidas a entidades más poderosas. La rueda de la supervivencia para clubes modestos.

A principios de los años 70 ya tenía claro que el fútbol se dirigía hacia las sociedades anónimas y que su gestión iba a sufrir la transición más brutal: de los hombres de fútbol a los empresarios y tecnócratas, del juego al negocio, del pasatiempo del pueblo a los balances de los consejos de administración. Pero a pesar del signo de los tiempos, hay aspectos que permanecen invariables: siempre habrá niños corriendo detrás de una pelota y soñando con la gloria; nunca faltarán los aficionados que, por motivos insondables, se afilian a un sentimiento sabiendo que les va a hacer sufrir casi siempre pero que alguna vez les proporcionará una sensación que recordarán por el resto de sus días.

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