Adiós a Andrés López, el padre del baloncesto cordobés
El fundador del Juventud de Córdoba, club que presidió durante más de tres décadas, fallece dejando para la posteridad su sello como impulsor visionario y polémico de este deporte
Mientras la triste noticia circulaba entre cuchicheos y wassaps por el Palacio de Deportes Vista Alegre, el equipo que actualmente abandera el baloncesto cordobés, el Bball, batía todos los récords de penuria ofensiva -35 puntos- y era doblado en el marcador, por segunda vez en siete días, por el poderoso Etiquetas Macho de Morón de la Frontera para caer eliminado de la Copa Andalucía EBA. Presenciaban el evento medio centenar de espectadores. Quiso el destino que el día en que falleció -a los 69 años, por un cáncer- Andrés López Ruiz (Córdoba, 1944) coincidiera con un retrato, doloroso y fiel, de la realidad de un deporte que este graduado social consiguió levantar hasta las cotas más altas desde un despacho de la calle Morería. “En el baloncesto cordobés no hay futuro. Sólo un duro y doloroso presente”, dijo un día López, un administrador de miserias que, al lado de unos amigos, se empeñó en dar a Córdoba un nombre en el baloncesto nacional. Lo consiguió a su modo. Remando siempre contra corriente y con un sello de testarudez que acabó siendo, ya con la perspectiva histórica, su virtud capital para resistir en donde todos los demás cayeron o se rindieron. Andrés López, Abilio Antolín y Fernando París representaron durante décadas el baloncesto en Córdoba. El padre de la criatura, el presidente eterno del Juventud, ha dejado tras de sí la estela de un luchador indomable. Él logró, sin apenas medios y con un ejército de detractores rezando por su fracaso, lo que desde hace algunos años es el sueño inalcanzable de todos los proyectos que se han lanzado en este deporte.
Nadie pudo con él durante treinta y tantos años de gobierno en el primer club de la ciudad. Porque el Juventud de Córdoba, desde que se fundó en 1973, siempre tuvo ese rango. Se lo ganó en las canchas y, sobre todo, en los despachos. Ahí Andrés López era un artista, un auténtico crack. En esos días felices en los que celebraba cualquier cosa -porque siempre había algo que celebrar-, con la liturgia de amigos y vasos largos, solía bromear con episodios en los que aconsejaba a Eduardo Portela, actual presidente de la ACB y de la Unión de Ligas Europeas, cuando el dirigente catalán “iba con su gabardinilla”. Andrés sabía todo lo que iba a suceder en los próximos años. Lo de las ligas cerradas, el profesionalismo, los cambios de reglas, los patrocinadores, los extranjeros asimilados... Se anticipó a todo. Pero estaba en Córdoba. Y aquí montó su particular imperio, al que sus enemigos llamaban cortijo.
Su peculiar manera de concebir la dirección de una entidad deportiva, basada en los afectos cercanos y en un talante paternalista más propio de otras épocas, le sirvió para crearse corrientes críticas que en determinados momentos -coincidentes con las situaciones deportivas menos boyantes- alcanzaban una virulencia extrema. Su estilo, seguramente trasnochado pero eficiente, resultó fundamental para la supervivencia de un club, el Juventud -que compitió con la denominación de Cajasur, gracias al apoyo de la entidad financiera desde mediados de los 80 y durante veinticinco años-, que coleccionó motivos sobrados para desaparecer del mapa. Cuando el Cajasur encadenó dos descensos desde la LEB Oro, uno por motivos deportivos y otro por falta de recursos económicos, la situación entró en una espiral irreversible. Su último cargo fue el de gerente del Baloncesto Córdoba 2016, entidad híbrida que surgió de la forzada fusión del Cajasur y el Salsas Musa Ciudad de Córdoba. Aquel proyecto se fue el traste y López salió para no regresar más. Se le podía ver a veces por Vista Alegre. Luego dejó de ir. “Todavía estoy dispuesto a volver”, decía, sin que sonara a broma, cuando le encontrabas por la calle. Desgraciadamente para él, ya no podrá ser.
Desde que en 1973 accedió al control de la sección de baloncesto del Córdoba OJE, tras reclutar para el banquillo al carismático Abilio Antolín por recomendación de su amigo Fernando París, López se enfrascó en una lucha quijotesca: la de llevar a un equipo de Córdoba al cielo de la Primera División -germen de la ACB- con un libreto de actuación basado en trucos para hacer rentable la miseria. Los sueños de juventud, con un bar cuya caja servía para pagar los gastos de desplazamiento de un equipo de amigos, dejaron paso a los agobios de la madurez. Andrés, Abilio y Fernando formaron un trío indisoluble durante años, que por encima de desavenencias ponía buena cara al mal tiempo. Y eso era casi siempre.
Cuando comenzó a entender que para Córdoba iba a ser tarea imposible ascender a una gran liga, Andrés López decidió inventársela. En Córdoba surgió el proyecto del CBP (Circuito de Baloncesto Profesional), una competición bizarra cuya historia circula por los foros más frikis del basket. No es una leyenda urbana. Ocurrió aquí. López pensó que sería buena idea traer un avión lleno de jugadores estadounidenses para repartirlos en un draft entre franquicias recién creadas. En Benalmádena, Linares, Don Benito o Torrepacheco. La aventura duró apenas unos meses. Le costó una pelea con la Federación Española, con la que combatió con la vehemencia y cabezonería clásicas de su singular proceder.
El equipo de Andrés López, denominación que pronunciaban con un deje despectivo sus detractores cuando se referían al que siempre fue el segundo representante del deporte local, tras el Córdoba CF, alcanzó la LEB Oro y se mantuvo ahí durante años con una notable solvencia. Abría las puertas a jugadores cordobeses, se gastaba lo que podría en refuerzos y tenía que hilar fino con los fichajes americanos. No podía correr el riesgo de equivocarse. No solía hacerlo. El Cajasur jugó varias veces los play offs de ascenso a la ACB. Se cruzó con el Gijón de Luis Scola, con un Alicante en el que figuraba un tal José Manuel Calderón, o con el Fuenlabrada de Velimir Perasovic. A todos les ganó, al menos una vez. Hacerlo más era complicado, sobre todo porque cuando llegaban las eliminatorias la plantilla estaba desgastada por el esfuerzo y diezmada por las lesiones. Y mientras los demás se reforzaban, el Cajasur afrontaba la cuestión con la serena dignidad del que sabe que sus opciones no dependen de sí mismo. López les llamaba los “honrados jornaleros”. No había estrellas. Si alguien destacaba, llegaba un club más potente para llevárselo sin pagar un euro. Porque, evidentemente, los contratos eran sólo de una temporada. Nunca iban menos de dos mil personas a Vista Alegre, donde ahora suspiran por llevar a doscientas.
Andrés López fue el pilar de un club -o un equipo, o un grupo de señores reunidos para divertirse, llámenlo como quieran- que es un referente emocional para muchos cordobeses. Los aficionados más añejos aún recuerdan los duelos encarnizados contra el Maristas Málaga de Javier Imbroda, los aspavientos de Abilio en el banquillo, las exhibiciones anotadoras de Derrick Gervin, los codazos de George Morrow, los triples de Koke Rama, los reversos de Joe Alonso... El equipo no ganó nunca un título, pero luchó hasta el fin por mantener su bien más preciado: su gloriosa historia de supervivencia, de resistencia ante el acoso, su espíritu orgulloso que le llevó más lejos que nadie. Y siempre con Andrés López al frente, como un padre protector que nunca dejó que su hijo saliera de casa a buscar su independencia.
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