En el rincón secreto de Ismael Serrano
En la silla ante el escritorio. Mirada perdida tras los cristales de la ventana. Luz tenue. Habla el silencio. La guitarra junto a la cama. Los folios amontonados. La pluma está preparada. Calla el ruido. Respira entre cuatro paredes. Sueña en su dormitorio. Y de repente un impulso. Escribe. Escribe y lee en susurros. Levanta los ojos y contempla el aleteo de un pájaro. Las ramas del árbol adelgazan. Piensa. Sabe que la primavera es sólo la antesala del otoño, que tras el verano existe un invierno. No importa, pues la vida es una estación por descubrir. Se afana en conocer, también en transmitir. Toca. Canta. En la intimidad de su habitación, que esta vez es un escenario. Al fin y al cabo las tablas de un teatro son como el suelo de su cuarto para el artista. De tal forma lo dibuja Ismael Serrano, que Todavía aviva la llama a veces tenida por extinta de los cantautores. Más de veinte años después, Hoy es siempre.
No son las cuatro y diez, sino las ocho y media. El patio de butacas roza el lleno, como la platea o el paraíso. Ellas y ellos, jóvenes y mayores, aguardan entre murmullos. No está sobre el escenario, este jueves profundo y osadamente desnudo. El telón de foro está alzado, el Gran Teatro muestra sus entrañas. Sigue la espera, aún cuando suena el aviso del comienzo de la función. El concierto no arranca, y en realidad no lo va a hacer nunca… Una voz grita de fondo, en la puerta de acceso. “Perdonad, perdonad”, exclama un individuo. La extrañeza se apodera del público. ¿Quién es? ¿Qué sucede? El pasillo lo recorre a toda prisa Ismael Serrano, que llega tarde al último ensayo antes de la actuación. Porque tal es el guión elegido por el madrileño para su nueva gira, la nacida de un álbum que es un trazo sonoro de su refugio.
Se titula Todavía el último disco del más destacado cantautor de la ola de los noventa. En él recoge canciones de su trayectoria, una inédita, Crucé un océano, y otra que nunca lo puede ser: Palabras para Julia, poema eterno de José Agustín Goytisolo que durante décadas narra Paco Ibáñez. Guitarra y voz, como el veterano lo hace ahora el joven -aunque ya es maduro-. Precisamente los versos que ambos comparten se escuchan casi al inicio, pero antes ha de prepararse Ismael Serrano para ese ensayo final. Una voz en off le apremia, un operario le ayuda con el micrófono. El banco de un parque está tras él, junto a una tímida farola. Más allá, a un lado, las hojas caducas del árbol se amontonan bajo un taburete -o éste se posa sobre las mismas-, y al otro, unas velas -que son, claro está, luminarias artificiales- definen un sendero serpenteante.
Todo está preparado. El ensayo comienza con Ven, que ya es a la vez descripción serena de la vida y recuerdo de referentes. Recupera Ismael Serrano en una frase el aliento robado de Víctor Jara. “La vida es eterna en cinco minutos” -de Te recuerdo Amanda, del cantautor chileno-. Es el punto de partida para un viaje por la existencia. Pues de ella escribe el madrileño desde hace algo más de veinte años. Amar, sufrir, llorar, reír, recordar, olvidar, crecer, envejecer, luchar contra uno mismo, vivir. Es lo que el ser humano hace en lo que es el breve período que va del nacimiento a la muerte, de la luz a la oscuridad. Pero también es lo que el ser humano, ella y él, trata de evitar en su plenitud. Como si cada emoción no fuera necesaria para la historia de cada cual, como si cada sentimiento hubiera que tenerlo en pequeñas porciones.
Ismael Serrano destroza esa idea auto impuesta y no admitida. Él prefiere hablar de lo que gusta y de lo que duele, porque lo que gusta también puede doler. Canta en el vacío de un escenario inmenso, al descubierto. Mientras, más allá de donde debiera taparlo todo el telón de foro, un joven trabaja en su taller. Termina con una silla, con un armario, lija, pinta… Y en su estudio, un cartel de Drácula. Canta como si derredor no sucediera nada, pero el teatro late. El público lo ve al tiempo que escucha temas como Ana, que interpreta tras un emocionante monólogo. Los reencuentros con compañeros de instituto… Y ella, ¿va a venir al concierto? No lo sabe. Continúa el ensayo con un público entregado, con un silencio en armonía con la puesta en escena. Las luces que juegan, la nieve que cae, los versos que acarician los brazos y desgarran el pecho. Él camina por su trayectoria una canción tras otra. Lo hace con la complicidad de quienes le acompañan.
Bromea. Va de una escena a otra, como si se moviera por su habitación. Esta vez no está solo en su refugio, lo abre a más personas como hiciera en Tigre, Argentina, con la grabación de su acústico Todavía. Entre amigos. Agua y aceite, Sin ti a mi lado, Tantas cosas, Te odio y Si se callase el ruido se suceden entre otras. Ruido, es lo que sobra en estos tiempos en los que no está de más recordar la Triste historia escrita por Gil de Biedma, versos recitados por la voz en off. Porque la vida también es valor de decir lo que se piensa. A Ismael Serrano como a Blas de Otero le queda la palabra. Y la defiende en la desnudez de una guitarra y de su propia voz, que viste alguna cana. Pero le luce bien. El tiempo vuela, por mucho que cinco minutos puedan parecer eternos -que no lo son jamás si son intensos-.
El público rompe en un aplauso vivo cuando el madrileño arranca con Ojalá, de Silvio Rodríguez. Quizá sólo Papá cuéntame otra vez -“ahora mueren en Gaza, los que morían en Vietnam”- pueda superar el momento. Así es, porque “es más necesaria que nunca”. Todo es incontenible ya, al filo del hasta pronto. Este tema, ovacionado al otro lado del escenario, es el último de un ensayo que sin embargo requiere de dos bis, el propio y otro exigido por quienes no quieren marchar por donde llegaran. Pero termina, casi tras dos horas y media, un recital valiente por sencillo, intimista y, también, atemporal pese a la lobreguez de los años. Todavía suena alguna canción en el dormitorio del cantautor. En el rincón secreto de Ismael Serrano.
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