En Córdoba hay censados 80000 árboles; 25000 son naranjos, pero sólo un barrio ha merecido el nombre de El Naranjo. Ignoro la razón y tampoco me he entretenido en averiguarla. Quizás porque no la necesite; a lo mejor porque no es tan fácil desenmarañar la verdadera vida de los barrios.
A simple vista, en este extremo del Distrito Norte no hay más cítricos que en otras partes de la ciudad. Tampoco he encontrado en sus calles algún ejemplar de naranjo cuya singularidad ayudase a explicar la metonimia. No hay a priori nada excepcional en este lugar y, sin embargo, la originalidad de El Naranjo es sencillamente incuestionable. El Naranjo es distinto porque se siente distinto.
El Naranjo es una isla de mitad de un océano de urbanizaciones más o menos aburguesadas, a pesar de las cuales o, quizás, gracias a las que ha podido mantener su autenticidad, su identidad de pueblo en mitad de la ciudad. El Naranjo es todo lo que no son quienes lo rodean.
No hay imponentes casas ni chalés con jardines como en El Brillante; ni manzanas de siamesas e impersonales viviendas adosadas como en Mirabueno. De hecho, visto desde el Parque de la Asomadilla, El Naranjo es un amasijo de edificios que se amontonan en caótica geometría. El Naranjo es lo dionisíaco, frente a lo apolíneo del trazado perfecto de la urbanización vecina. Y, sin embargo, paseado una mañana de sábado, ese caos arquitectónico es, posiblemente, el lugar más apacible de la ciudad. El espacio perfecto para la desconexión urbanita, con permiso de las barriadas periféricas.
La vida es lenta en El Naranjo. Los vecinos se cruzan y se saludan mientras las tropas intrusas observamos sentados en la Plaza de Bellavista. Es fácil distinguirnos. Somos los del chándal, las botas o los pedales; los que elegimos El Naranjo para reconectar despacito al bajar de la sierra y antes de regresar al asfalto. Entre nosotros se confunden quienes visitan las instalaciones deportivas del barrio, liguillas de cualquier deporte que se pueda practicar siendo menor de edad. Entre el polideportivo, la plaza y la parroquia se podría escribir la historia de estas calles y seguramente seguiríamos sin conocerlo.
El Naranjo está demasiado acostumbrado a las visitas de fines de semana. Quizás por eso en la mañana que hemos pasado aquí no he logrado encontrar una historia propia. Quizás el alma de este barrio esté oculta como el naranjo que le da su nombre.
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