He venido casi obligada. El empeño de retratar la vida real de una ciudad es inversamente proporcional a las ganas de visitar el casco histórico, convertido este mes de mayo, más que nunca, en un escenario de cartón piedra para instagramers y despedidas de soltería. Acaba de pasar el fin de semana de cruces y el tufillo a orín etílico todavía flota en el ambiente.
He bajado en bici, así que me he ahorrado pisar sobre los restos de las meadas de media España (turismo nacional creo que lo llaman). El caso es que la esperanza de una buena tormenta que licue tal cantidad de urea me reconcilia con las callejuelas y plazas que desembocan donde hemos quedado.
Se me va pasando el enfado mientras el traqueteo del empedrado me recuerda que debería haber inflado las ruedas antes de salir. Eso o cambiar el sillín por uno bien acolchado. De pronto pienso cómo sería que alguien tuviera la brillante idea de cambiar ese pavimento por unos buenos bloques de granito o un sólido y liso hormigonado. Son ideas peregrinas que aparecen en mi cabeza cuando el culo no me deja pensar.
Por fin llego al río. En cuanto pongo rueda en el carril bici vuelvo a discernir con claridad. Ya no hace falta que cambien el empedrado. Mi culo y yo llegamos ilesos hasta el ensanche del Paseo de la Ribera una vez superado el cruce con la entrada hacia la Plaza del Potro en dirección hacia el Molino de Martos. He tenido tiempo suficiente para perdonar a la ciudad histórica y mi alma de barriada se alegra de haber cedido y aceptado pasar la tarde junto a la escalinata.
El karma debe estar de mi parte porque mi clemencia se ve recompensada nada más aparcar. ¿No querías autenticidad y Córdoba castiza? Pues toma dos tazas, bueno tazas, no, dos gallinas. Andan sueltas picoteando las migas que han caído de las mesas del restaurante La Tinaja. A esas horas, entresemana y con el cielo tronando no hay veladores montados, así que las pitas campan a sus anchas hasta que Javier las recoge y con una vara las dirige hacia la puerta donde intuyo que debe estar el corral.
La estampa no puede ser más costumbrista, pero estamos en mayo así que cualquier imagen por extemporánea que sea cuela, aunque doy fe de que las gallinas del dibujo no son una recreación imaginada o forzada por los pinceles. Las gallinas existen y son propiedad de la familia Pérez, la misma que desde mitad del siglo XX regenta la carpintería situada en la plaza.
Javier es hijo de Javier Pérez y nieto de Miguel Pérez y como todos los hombres de su familia ha crecido entre maderas, barnices y fresas (de las que moldean puertas y muebles). Habla poco. Trabaja en silencio restaurando una puerta del convento de San Jerónimo. Tienen tarea pendiente: puertas y ventanas de casas con solera y cortijos cuyos dueños se empeñan en conservar. Desde José de Nazaret es un oficio para gente paciente. Quizás por eso no asombra la serenidad con la que esta familia enfrenta desde hace unos años la batalla legal contra el plan municipal que pretende echar abajo su negocio para facilitar la construcción de un hotel.
Sí, así de simple: el imperio del ocio turístico aplastando los últimos vestigios de vida vecinal en una zona en la que los únicos negocios que funcionan están pensados para quienes están de paso. En la Córdoba histórica o bebes o comes o te alojas, pero no se te ocurra vivir.
Curro, uno de los últimos vendedores de antigüedades de la Plaza de la Corredera, escucha el relato que Javier nos hace de la situación. Suele echar las tardes viendo trabajar a los Pérez. Atiende en silencio las explicaciones y con una tímida, casi imperceptible, sonrisa y un discreto alzado de hombros asiente resignado a la desaparición de un estilo de vida: “soy el último”, acierto a oírle decir. Los pequeños comercios y otros negocios han ido desapareciendo de la zona a la misma velocidad con la que los locales se han ido transformando en bares o restaurantes más o menos fotografiables. La vecindad resiste como puede los embates de veladores y fiestas varias mientras suplican un paréntesis de descanso.
Un trueno nos saca de la conversación, empieza a llover y encontramos refugio en uno de esos lugares que, como las gallinas, resisten sin sucumbir a los cantos del negocio fácil del turismo caníbal: el Bar Amapola, el Amapola, que continúa fiel a la buena música. He esperado escuchando a Lou Reed, que insiste en que “is such a perfect day”. Me siento junto a la ventana esperando a que pase la tormenta. Miro mi bici empaparse en la puerta del Parking de Bodegas Campos. Observo el sillín chorreando. La vuelta será dura. Intento imaginar cómo quedará la plaza si sigue adelante el plan del nuevo hotel, sin gallinas, sin carpintería, bien hormigonada y caigo en la cuenta de que alguien ha debido pensar también con el culo.
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