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El último baile

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José Carlos León

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Venga, lo reconozco. Mi maestro y sin embargo amigo Miguel Ángel Luque me ha pisado el tema. Se prodiga poco por aquí, pero esta semana ha escrito en The Last Dance sobre la imagen y la figura que se ha mostrado de Michael Jordan en el documental de Netflix que nos ha dado vidilla durante el confinamiento. Ya lo ha analizado casi todo, por eso sólo quiero complementar un aspecto que ha dado mucho que hablar: ¿Nos quedamos con el mito o con la persona? ¿Recordamos al jugador genial o al personaje despiadado que hemos visto? ¿En cualquier caso, hay que elegir entre uno u otro?

El propio Miguel Ángel ensalza al Jordan que nos encandiló a todos hace tres décadas, sus virtudes como jugador y como líder, aunque fuera de aquella manera. Al fin y al cabo, los resultados terminan dándole la razón. El problema es que muchos millenials no sabían quién era Michael Jordan más allá de los vídeos de Youtube, de esos highlights que son capaces de hacer un buen trailer de una mala película. Ese recuerdo casi épico contrasta con el tío chulo, a veces despótico que fuma puros y bebe Bourbon mientras recuerda su propia historia, un personaje que siempre estuvo ahí, pero que durante mucho tiempo fue premeditadamente ocultado. “Sé que la gente me va a odiar después de verlo”, dijo el propio Jordan días antes del estreno del documental, pero quizás no haya motivos.

Porque para empezar, Jordan ya no es un jugador, es un icono. Jordan es el primer jugador global antes de que existiera el propio concepto “global”, un impacto surgido en los 80 que supone al deporte lo que Michael Jackson a la música, un producto planetario antes de que existiera internet ni las redes sociales. Cuando todavía no existía la interactividad, Jordan ya estaba ahí, con su figura y la camiseta con el 23 convertidas en marcas universales. El sembró los árboles que ahora dan sombra a todos los que vinieron detrás, y por eso su impacto será eterno.

Y lo mejor es que todo se debe a una estrategia minuciosamente calculada. Una de las personas que mejor conoce la figura de Jordan en España es Miguel Ángel Paniagua, ex agente de jugadores y profesor de marketing y comunicación en la IE University, donde pone al jugador de los Bulls como ejemplo en muchos de sus seminarios. Amigo personal de David Falk, representante del propio Jordan, Paniagua desgranó hace poco en una entrevista cómo se gestó la figura que hoy conocemos y que muchos han descubierto con The Last Dance. A principios de los 80 la NBA -que sobre todo es una empresa, que a nadie se le olvide- era un producto deficitario y con mala fama que se aferraba a la rivalidad Magic-Bird para salir de la crisis financiera y quitarse la etiqueta de liga de negros y drogadictos. En ese contexto, Jordan -campeón universitario y olímpico en la final ante España en Los Ángeles- apareció como un elemento que puede cambiar el ciclo y abrir una nueva era. Y la maquinaria se puso en marcha.

La conjunción de David Stern (comisionado de la NBA), Nike, la empresa de publicidad Widen & Kennedy y el propio Jordan se encargaron de crear una imagen idílica y ficticia, de construir un personaje perfecto a partir de una persona imperfecta. Se trataba de moldear a partir de un fantástico atleta la imagen falsa de un personaje ideal, de la referencia con la que vender un producto global. Se trataba nada menos que de convertir a un jugador negro en un reclamo para una sociedad y un mercado eminentemente blanco, porque aunque el 80% de los jugadores de la NBA son afroamericanos, los que compran las entradas y manejan el cotarro son los WASP, eso que se llama la América corporativa. “En marketing es algo disfuncional, porque supone crear una referencia con la que inicialmente no se identifica la masa consumidora de ese producto”, dice Paniagua, y eso es lo que convirtió a un chico negro con sus virtudes y sus defectos en Be Like Mike, la imagen pulcra e inmaculada de una estrella mediática y un yerno ideal hasta para cualquier familia blanca y conservadora, porque como él mismo dijo, “los republicanos también compran zapatillas”. Superada la persona, se había creado el personaje.

A nivel individual hablamos mucho de la personalidad para justificar nuestro comportamiento y también nuestros resultados. “Diferencia que constituye a cada persona y la distingue de otra”, dice la RAE. Lo interesante es que su origen etimológico viene de la máscara que los actores utilizaban en el teatro clásico griego, donde el mismo histrión interpretaba a distintos personajes estandarizados y fácilmente reconocibles por el público en función a la máscara que portaba en cada momento, una careta que se llamaba porsón. De ahí vienen las palabras persona y personalidad (y también personaje y personajillo), de una máscara que utilizamos según el instante para interpretar un papel concreto y del que sacamos algún rendimiento en una circunstancia específica. Exactamente lo mismo que hizo Jordan.

The Last Dance, con todo el visto bueno del protagonista, sólo ha venido a descubrir a un deportista obsesionado con el triunfo. Y sí, a cualquier precio. Con ese ganador extraordinario convivía un personaje despiadado, despótico con rivales y compañeros, ludópata, alcohólico, infiel con su mujer… Un tío despreciable que ponía todos esos defectos y sus muchas virtudes al servicio de la victoria. Jordan era un jugador genial, pero un ser humano difícil y, como señala Miguel Ángel Luque, un líder imperfecto para el que todo era justificable en base al resultado final. Y este le avala, hasta el punto de que el propio Jordan llegó a decir en su día que “ese personaje que crearon me empapó e hizo que fuera mejor persona de lo que era”.

Cuando a Paniagua le preguntaron si la imagen que ha mostrado el documental podía afectar el recuerdo y la figura de Jordan, este contestó que “el mito ya está construido y el objetivo que se marcaron Nike, la NBA y él mismo ya está cumplido. Nada puede romperlo”. Por eso quizás no haga falta elegir entre el jugador y la persona, entre la persona y el personaje, entre el personaje y el legado.

Vendrán otros, pero nadie será como Jordan, porque trasciende los límites del tiempo y del deporte. Es lo que tienen los iconos, los mitos eternos, porque aunque Messi sea mejor, Maradona le metió dos goles a Inglaterra en el 86, apenas unos meses después de la Guerra de las Malvinas, y contra ese recuerdo no hay nada que objetar.

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