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Sobre este blog

Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

Givers gain (los que dan, ganan)

Givers gain (Los que dan, ganan).

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Hace unos meses asistimos como invitados a la reunión que uno de los grupos de networking de BNI en Córdoba celebra cada semana. Dicen de ellos que son una secta que se reúne a las 6 de la mañana, que es una americanada… Sí, lo que quieras, pero en una ciudad económicamente moribunda y en la que todo el mundo va a salvar su culo desconfiando del otro, esta gente lleva años generando millones de euros y negocio para todos sus miembros en base a una premisa: las referencias. Se trata de apostar a la ley de la reciprocidad, a la generación altruista de una red de contactos en la que todos, directa o indirectamente, salen ganando.

El que vaya allí pensando que se va a forrar con los clientes que van a buscarles los demás lo tiene crudo porque lo primero que te piden es que conozcas a tus compañeros y sepas qué tipo de empresa son, qué servicio prestan, qué producto ofrecen y a quién pueden serles útiles. Por unas cosas o por otras al final no nos unimos al grupo, pero me quedé con una frase que dijo Enrique Saint Gerons: Givers gain. Los que dan, ganan.

Esta semana me he acordado mucho de esa frase. De hecho, me la he tenido que repetir varias veces. Hemos pasado meses trabajando para crear una red de socios europeos con los que compartir, crear y desarrollar proyectos internacionales, y al fin nos reunimos (por Zoom, claro) para plantear acciones y crear equipos de trabajo. Es algo tan sencillo como juntar a gente que no se conoce previamente pero que tiene puntos en común para poder hacer cosas grandes juntos. Así de sencillo. Antes de esa reunión inicial tuve que superar las suspicacias de algún desconfiado (“este seguro que quiere algo de nosotros”) y más de un obstáculo, pero finalmente lo hemos conseguido. Ahora viene mi guerra interna.

Si te digo que no esperaba un cierto retorno te estaría mintiendo. Pero el caso es que el grupo ha empezado a trabajar, ha montado sus equipos y están empezando a sacar propuestas adelante… aunque por el momento no han contado conmigo. La premisa era que cada uno acudiera con una idea y que a partir de ahí nos agrupáramos para sacar el proyecto adelante. Fluyeron las propuestas, hubo temas interesantes sobre la mesa, se crearon sinergias y gente que hasta entonces no se conocía de nada comenzó a trabajar en base a un proyecto común más grande que si cada uno hiciera la guerra por su cuenta. Y eso fue lo que sucedió, justo lo que quería que pasara… aunque por el momento yo, a nivel individual, estoy fuera de la ecuación.

En este momento puedo reaccionar de muchas formas, aunque básicamente de dos:

1.    ¡Serán cabrones, encima de que me pego el curro y la idea es mía ahora se lo montan entre ellos y me dejan de lado! Que les jodan a todos. Va a contar con ellos su puta madre.

2.    Ofrezco mi experiencia, doy ejemplo y tiro del carro aportando mis ideas y sumando a mis proyectos a gente que puede ser válida aunque por el momento no reciba nada a cambio

Te prometo que he tenido dudas, pero si optara por la primera opción (muy válida y humana) estaría siendo incoherente, mandando al carajo el espíritu del givers gain. Y nada de lo hecho hasta ahora tendría sentido.

Mi mujer me dice muchas veces que parezco gilipollas, pero yo prefiero pensar que soy honesto. Es una cuestión de perspectiva. Actuar de acuerdo a un plan supone tomar decisiones que a primera vista parecen absurdas, pero que un día cobrarán todo su sentido, cuando como decía Steve Jobs eches la mirada atrás y conectes los puntos que te han traído hasta aquí.

Es tan sencillo como ofrecer antes de pedir, de dar sin esperar nada a cambio… por ahora. El ofrecimiento es uno de los actos lingüísticos más bellos y creadores que existen, porque además crea un vínculo entre el que ofrece y el que recibe. Se trata de una deuda moral que queda en el subconsciente del que toma la oferta y que antes o después saldrá a la luz, de una manera u otra. Sólo así se tejen las redes, desde la confianza y el compromiso, desde la seguridad de que aportando valor pronto llegará el retorno.

Pero para eso hay que ser sincero y, en cierta forma, altruista. Los ingleses lo llaman go the extra mile, es decir, ir una milla más allá. Nadie te lo ha pedido, pero tú lo ofreces porque sabes que es lo mejor, te quedas más tranquilo contigo mismo y, además, crea en el otro la sensación de que te debe una. Y todos necesitamos amigos hasta en el infierno.

Ojo, porque este mismo planteamiento puede ser perverso. No es cuestión de no dar puntada sin hilo o, como escuché muchas veces, buscar la intención de la intención. Todo ese lenguaje esconde algo oculto, un objetivo malévolo detrás de lo que se ve a simple vista. Así se convierte al otro en un kleenex que dejará de ser útil una vez que nos devuelva lo invertido, lo que además de ser básicamente asqueroso hace inviable el vínculo a largo plazo.  

El caso es que todos tenemos la oportunidad de trabajar todos los días bajo el givers gain. Supone un esfuerzo y una mirada con las luces largas, porque implica dar más de lo que te piden, ir un paso más allá. Y no todo el mundo está dispuesto ni preparado para hacerlo. ¿Qué te parece?

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Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.

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