Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
Desde Delfos con amor
El Padre Gonzalo era un leonés fuerte, un castellano viejo, un hombre sabio, un devoto sacerdote carmelita y, además, el director del colegio. Es probable que más por vocación que por necesidad, además de todas sus labores administrativas y burocráticas, se buscaba algunas horas para dar salida a su vocación docente, y en 1991 con apenas 16 años me tropecé con él como profesor de Griego en 3º de BUP. Allí se encontró a un grupo de niñatos a los que todavía nos faltaban un par de hervores, tanto que ni siquiera fuimos conscientes de la oportunidad que nos iba a brindar aquel curso. Porque Gonzalo aprovechó las declinaciones y los aoristos como coartada para empaparnos de filosofía, de pensamiento o del logos. Y en una de esas clases escuché por primera vez algo a lo que luego encontré todo su sentido: Gnothi seauton.
El frontispicio del templo de Apolo en Delfos recibía a todos los visitantes con dos inscripciones que dejaban claro lo que allí podían encontrar. Una era Meden agan, “nada en exceso”, todo un llamamiento a la mesura y al rechazo de los excesos. El otro mensaje a los visitantes era Gnothi seauton, que significa “conócete a ti mismo”. Sócrates lo interpretó como una apelación a las limitaciones humanas para no compararse con los dioses, aunque más allá de eso el aforismo ha quedado como el canto definitivo al autoconocimiento, a la introspección y la observación interna. Al principio del todo. Al yo por delante de todas las cosas.
La cuestión es que desde hace casi 3.000 años, los hombres iban a Delfos para hacer consultas, conocer el futuro, saber qué les deparaba la vida o qué decisiones tomar en cuestiones de vital importancia. Pero siempre me ha fascinado que en esas circunstancias y ante la duda, la necesidad o la simple curiosidad, el oráculo ya avisara a los visitantes de que lo primero que tenían que hacer era buscar las respuestas dentro de ellos mismos. Es como si le dijera: “A mí no vengas a que te resuelva la vida cuando lo primero que tienes que hacer es venir con las tareas hechas. A partir de ahí empezamos a hablar”.
Hace apenas 30 años, Howard Gardner todavía tuvo que describir en su teoría de las inteligencias múltiples que para explicar los talentos de cualquier persona había que fijarse entre otras en dos grandes áreas: la intrapersonal y la interpersonal. Años después (1990), Salovey y Meyer cogieron el testigo para unir ambas y acuñar el término que hoy se conoce como Inteligencia Emocional, definiendo los dos grandes campos en los que se tiene que manejar la gestión de las emociones: desde un punto de vista interno y desde una perspectiva social.
¿Y qué fue primero, el huevo o la gallina? El otro día tuve la oportunidad de hablar de gestión emocional con chicos de toda Europa, y volvió a salir el tema. Los 10 mandamientos cristianos se resumen en dos: amarás a Dios sobre todas las cosas (que en este punto, personalmente, me da igual) y al prójimo como a ti mismo. Ojo, al prójimo como a ti mismo. Es decir, igual, en la misma medida. O el traductor lleva siglos tangándonos o ahí no pone en ningún sitio que haya que quererse menos que al otro. Y ahí vienen los problemas.
Quererte significa conocerte, aceptarte y superarte, que decía San Agustín. El autoconocimiento te pide estar en paz con la persona que sale en el espejo cuando te pones delante por las mañanas, asumir sus carencias y defectos, pero también saber reconocer sus virtudes. No tiene nada que ver con el narcisismo, con la soberbia o con el egotismo. Sólo a partir de ese conocimiento interno y de un equilibrio personal podremos interactuar en sociedad con el mismo nivel de balance, estableciendo relaciones e interactuando en busca del bien común. Es imposible repartir más amor del que tienes en tu propia hucha. Así que primero hay que empezar por uno mismo.
“Pero eso es egoísta, ¿no?”, me preguntó una chica francesa, porque seguramente ese es el cuento que nos han enseñado en nuestra Europa grecolatina y judeocristiana, la que nos enseñó que “el egoísmo perjudica a la obra del señor” (Filipenses, 2:21), vinculando el concepto al pecado. Hasta la RAE sigue diciendo hoy que el egoísmo es el “inmoderado y excesivo amor a sí mismo, que hace atender desmedidamente al propio interés sin cuidarse del de los demás”. Puede que sea una cuestión cultural, porque si en Estados Unidos dices que no eres egoísta y ambicioso te quitan la Green card de un plumazo. Es quizás una cuestión semántica y de perspectiva, pero todo empieza en uno mismo.
Gnothi seauton, y a partir de ahí hablamos. No busques respuestas fuera, porque probablemente las tienes escondidas más cerca de lo que crees, donde nunca te atreviste a buscar. Lástima que hace 30 años no atendiera lo suficiente al Padre Gonzalo.
Sobre este blog
Estudié para profesor de inglés pero nunca pisé un aula, porque lo que siempre me gustó fue escribir y contar historias. Lo hice durante 15 años en El Día de Córdoba, cumpliendo sueños y disfrutando como un enano hasta que se rompió el amor con el periodismo y comenzó mi idilio con el coaching y la Inteligencia Emocional. Con 38 años y dos gemelas recién nacidas salté al vacío, lo dejé todo y me zambullí de lleno en eso que Zygmunt Bauman llamó el mar de la incertidumbre. Desde entonces, la falta de certezas tiene un plato vacío en mi mesa para recordarme que vivimos en tiempos líquidos e inestables. Quizás por eso detesto a los vendehúmos, reniego de la visión simplista, facilona y flower power de la gestión emocional y huyo de los gurús de cuarto de hora. A los 43 me he vuelto emprendedor y comando el área de proyectos internacionales de INDEPCIE, mi nueva criatura de padre tardío. Me gusta viajar, comer, Queen, el baloncesto y el Real Madrid, y no tiene por qué ser en ese orden.
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