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Abuelos

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José Carlos León

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Todos los días sucede al menos un par de veces. Por las mañanas y antes de cenar, durante este largo confinamiento, mis niñas llaman a sus abuelos para ponerles al día de todo lo que han hecho, lo que han comido, las tareas que tienen, si han salido a la calle, a lo que juegan… Son charlas triviales, casi rutinarias y a veces delirantes que se alargan durante minutos, y que siempre acaban con un “ya mismo nos vemos”. Porque a los abuelos, a esos que llevan dos meses encerrados en casa, lo único que les interesa de esta dichosa desescalada es saber cuándo van a poder ver a sus nietos. Lo demás es intrascendente.

Pues hoy es el día. Hoy todos los medios estarán pendientes del arranque de la fase 1, del inicio de la descongelación económica, del permiso para las reuniones, de la apertura de los negocios y de los bares… Todo eso es fundamental para que este desastre empiece a salir adelante, para que la sociedad vuelva a recuperar su espacio y que comencemos a tener lo más parecido a la vida que teníamos antes. Para algunos lo más importante será volver a tomarse una caña en un bar tras 60 días confinados, algo que define nuestro modelo de vida abierta y social, un símbolo en sí mismo aunque no deje de ser algo meramente simbólico. Pero hoy también es el día de los abrazos, el día en que los abuelos volverán a ver, besar y achuchar a sus nietos. Y quizás sea lo más importante.

Puede que para nadie haya sido tan larga la espera como para ellos, y seguramente son los que más se lo merecen porque esa generación ha sido la gran víctima de esta pandemia, la gran puteada por el coronavirus. Muchos abuelos se han tenido que quedar solos en casa ante el miedo y la incertidumbre de una situación que recordaba lejanamente esos duros años de posguerra. Con todo, han sido los más afortunados, porque otros miles han sido las víctimas invisibles del drama, los que han muerto como chinches en casa sin que nadie lo supiera o en esas residencias donde los hijos los teníamos aparcados para que no nos rompieran nuestros planes. Incluso en los hospitales, y ante la falta de respiradores en lo peor de la crisis, tuvimos que elegir entre ellos o los más jóvenes. Son los muertos sin nombre, ni voz ni rostro, esos a los que el gobierno ha escondido para no poner cara a la catástrofe. Han sido un mero número en el caos, una cifra fría e insensible en mitad del desastre. Hoy no podrán volver a abrazos a sus nietos.

Así hemos pagado a la generación que levantó al país tras la guerra, a los que pasaron hambre y nos enseñaron a vivir con “este pan para este queso y este queso para este pan” antes de que nos volviéramos unos pijos consumistas. Es la generación que no pudo estudiar, porque en vez de ir al colegio estaba buscándose la vida, trabajando desde pequeños, partiéndose el lomo y currando como burros para sacar la familia adelante. Y así, trabajando, levantaron un país. Muchos no sabían ni leer ni escribir, y así, con la maleta de cartón y la incertidumbre como equipaje, se fueron a Cataluña, a Francia, a Alemania o a Suiza para sobrevivir en un entorno hostil y ahorrar, cuando salir a Europa era poco menos que un viaje interestelar. Todo con el deseo de volver un día y poder empezar de nuevo, para darles a sus hijos la vida que ellos nunca tuvieron.

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Por eso, pese a no haber podido ir a la escuela, muchos aprendieron un idioma a la fuerza, un master en supervivencia y un doctorado en microeconomía, estirando la paga hasta el infinito, con esa extraña capacidad para guardar mil duros cada mes para cuando hiciera falta. Porque ellos sabían que antes o después iba a hacer falta.

Y vaya si hizo falta… Hace una década ya fueron el gran sostén de la sociedad cuando tuvieron que estirar una pensión de mierda para dar de comer a todos los hijos y nietos que volvían a casa en plena crisis. Cada día hacían realidad el milagro de la multiplicación de los macarrones y los filetes, de ese cocido del que cada vez tenían que comer más. Y allí estaban, sin protestar, porque lo hacían por necesidad pero también por convencimiento. Ahora volverán a hacer falta, pero muchos no estarán.

Ha habido quien desde Europa ha señalado incluso que el terrible impacto del coronavirus en países como España o Italia ha venido dado, en gran parte, por el papel y el peso que damos a los ancianos en nuestras sociedades latinas. Quizás no sea la elección más operativa, pero los mediterráneos somos herederos del sanedrín, del consejo de ancianos al que se escuchaba y respetaba, porque en su experiencia estaba la sabiduría. Nuestros viejos son nuestra memoria, y hay cosas que merece la pena no olvidar nunca.

Los utilizamos como niñeros, haciendo uso y abuso de su amor incondicional. Recogen a los niños del colegio, se quedan con ellos durante horas mientras trabajamos (imprescindibles para hacer posible esa conciliación casi imposible) y aceptan sin rechistar cuando los padres se los dejamos para darnos esa noche libre de cine o cena en pareja. Siempre es un sí, porque además de darles mucho trabajo, los nietos son la vida de los abuelos, la única alegría en muchos casos y, durante estos dos largos meses de reclusión, la esperanza para salir adelante y volver a dar esos largos abrazos que den por bueno el sacrificio.

Por todo eso hoy es su día. Hoy abren los bares y las tiendas, y aunque sea fundamental no deja de ser anecdótico. Hoy es el día en que los abuelos volverán a achuchar y besar a sus nietos, el reencuentro entre dos generaciones marcadas por esta pandemia. Un día para el amor y para el eterno agradecimiento.

En recuerdo a mis padres Lola y León, dos abuelos maravillosos.

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