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Seat Málaga

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Antonio Agredano

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Los recuerdos, como las cucarachas, salen de los rincones más inesperados. El otro día recordé el olor del volante del Seat Málaga impregnado en las manos de mi madre. Esa goma asolada, revenida y vieja. Sus manos, pequeñas y cálidas, manchadas de tinta o del calco de la máquina de escribir. Mi madre llegaba del trabajo y sus manos rozaban apenas mi mejilla, acunando mis mofletes, con naturalidad, sin estruendos. Como si no se hubiera ido nunca. Conducía hasta casa y de ahí el olor, pegajoso, extraño al principio, acogedor y exótico; que siempre traía. Como traía el uniforme azul marino y esos zuecos hospitalarios, escandalosos y pesados. Cómo fue el colegio. Habéis comido bien. La maravillosa cotidianidad de la infancia. A qué hora entrenas. Papá le ha quitado el barro a las botas. Están en la bolsa. Ten cuidado.

Los recuerdos, así de repente invadiendo un presente que será recuerdo futuro. La memoria como un hueso desenterrado. El olor del volante en sus manos, qué estupidez. Podría ser su colonia, el puchero de mi abuela, cualquier cosa. Incluso el tabaco. Pero no. Ha sido ese olor artificial y antiguo el que hoy me ha recordado a ella. El plástico del volante. El Seat Málaga blanco que heredé y estrellé, unos años después, en la Ribera. CO-8460-P. Salí en Andalucía Directo. Ese mismo volante que se descolgó sobre mi regazo. El sonido ridículo de la chapa plegándose hasta mis pies. Una catapulta emocional al recordar su olor. Caí en el piso de Figueroa, con los muebles de madera oscura. El cajón lleno de trastos. La luz que presagiaba el verano. Crecer es una gimnasia retorcida. Nunca estoy preparado. Ella nos enseñó a ser fuertes pero mira, ahora lloramos con cualquier cosa. A veces pienso que sentir es lo único que nos queda. Sentir de una forma volcánica y febril. Sentir sabiendo que el partido está perdido. Morir a flor de piel. Sin deber a nadie casi nada.

A ella le debo muchas cosas, pero no le debo el fútbol. Nunca le gustó. Me hace ilusión que ahora me pregunte por el Córdoba. Que, de alguna forma, se preocupe. O que le duela, aunque sea un arañazo en la piel y no un desgarro en el alma. Esto sí que es difícil de entender, y no lo del Atlético de Madrid. Estar aferrados a la mediocridad, a una humildad pornográfica. Vitrinas vacías, vividores, una legión de derrotas rodeando el palacio de nuestra existencia. Nos jugamos la vida el sábado. Cuando yo nací, el Córdoba estaba en Segunda B. Cuando nazca su nieto, quizá estemos en las mismas. Ahí abajo. En un pozo. El fútbol se escribe con letra temblorosa y manchurrones en el papel. Es parte de su encanto.

Al Córdoba hay que quererlo pese a todo, como a los hijos. Sé que ella me entiende. Perezoso, inconformista. “Como hijo he hecho lo que he podido”, contesto en zona mixta. Lo di todo pero no me acompañó la suerte en este partido. Me siento un futbolista agotado respondiendo con evasivas. “Ser hijo es ser hijo”, diría Boskov. De ella aprendí a caer de pie, del fútbol he aprendido a fingir las lesiones. De ella aprendí a escuchar, del fútbol he aprendido a gritar más que el rival.

Más peligroso que el calentamiento global es escuchar quejarse a la gente. No recuerdo haber escuchado a mi madre quejarse. Ella es así, aún hoy. Con sus cosas. Obcecada y tierna. Testaruda e imparable. Mi madre sería una gran lateral derecho. Se lo explicaré algún día, entre vinos, sentados en la mesa camilla. La vida se ha convertido en la sala de espera de un ambulatorio en la que nos contamos las penas. Así está todo el mundo, leyendo libros sobre gente tóxica, entusiasmados con el coaching, hablando con mucha solemnidad de las miserias de siempre. Mi Seat Málaga no tenía aire acondicionado. Bajábamos la ventanilla de camino a Sevilla, para ir a ver a mis tíos. Nuestro mundo es más cómodo y por eso todo nos incomoda.

De ella aprendí, también, a llevar por dentro el desafío. No airearlo. Pelear hasta el final con las raíces del orgullo ancladas en los pulmones. “Mucho hablas”, suelo pensar cuando alguien me suelta una perorata acerca de su esfuerzo, sus adversidades y sus éxitos. Se me ha pegado de ella. De mi madre aprendí, también, que el éxito es íntimo. Que si hay que brindar se brinda en silencio, porque lo bueno se sabe y lo malo se calla.

El olor del volante en sus manos. Mi madre. La memoria está llena de excentricidades. El fútbol apesta, huele a mis guantes de portero sudados. El verano tiene el aroma del césped del Club Figueroa recién cortado. Mi amor huele a la pintura fresca del piso en el que vivimos. A qué olerá mi hijo, pienso. Ya sé que no será a Nenuco, que será a otra cosa más incierta y extraña. El Córdoba huele a algodón de feria. A castillo hinchable. Tiene ese olor agridulce del papel moneda. El Córdoba huele a cerrado, a frigorífico que se ha quedado abierto, a autobús de viaje de fin de curso. El Córdoba tiene ese aroma intenso, molesto y dulzón de la derrota. Como un ambientador barato, como una colada que se ha quedado olvidada en la lavadora.

Tengo miedo a que el Reus nos gane el sábado. Tengo miedo al olor incisivo de la carne ya quemada. Como un niño que despierta por la tormenta en la oscuridad de su cuarto y repta hasta la cama de sus padres. La oscuridad, la Segunda B. Un bosque tenebroso que se abre ante nuestros pasos. “Si estás malo mañana estarás bueno”, decía mi madre cuando me quejaba tosiendo blandamente, exagerando mi enfermedad. Ojalá así, pero en blanco y verde. Un mañana menos afectado. Por eso hoy me quedo con las manos de mi madre. Porque en ellas encontré siempre lo que le faltó al fútbol, porque en ellas soy más yo que sumergido en las gradas del estadio.

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